En la sección Opinión de Página
12 del 8 de enero el sociólogo Horacio González se agravia de expresiones
de la declaración de Plataforma 2012,
en tanto ésta se refiere presuntamente a él o a Carta Abierta como a “voceros del gobierno”.
Ya se ha dicho bastante sobre Carta y no parece claro el destino de Plataforma. No es mi intención opinar acá sobre estos agrupamientos
político-culturales, sino sobre algunas cuestiones del discurso del actual
Director de la Biblioteca Nacional que, como funcionario del área cultural del
gobierno, se asume como intelectual crítico: “Somos personas pertenecientes al
cuño intelectual explícito de la sociedad argentina que apoyamos al gobierno en
el modo de ser críticos”.
Dado que la mentada declaración no se refiere explícitamente
a él ni a Carta Abierta, siendo
González un funcionario y escribiendo en un diario de circulación masiva, es lícito preguntarse para quién escribe, a
quién pretende dirigirse. Preguntarse porqué contestar agravios cuando no se
han dirigido explícitamente a él ni como persona, ni como miembro del
agrupamiento ni como funcionario. El
único motivo que parece razonable es que se ha sentido tocado por eso de
“vocero del gobierno”, que manifiesta no ser: “No somos voceros del Gobierno y
no parece que el Gobierno nos quiera o necesite como voceros. Tiene los
propios.”
Probablemente por eso su discurso parece un soliloquio
autojustificativo de su “opción por una creencia reparatoria que no desmerezca
su libertarismo aun en el interior de las instituciones estatales, la pasión
por renovar los lenguajes políticos… ”, sostenida –dice- durante medio siglo con sus denuncias.
González parece querer demostrar que, al menos él, puede ser
funcionario de este gobierno sin
abandonar su carácter de intelectual crítico y libertario. Para ello tiene que
argumentar que “Hay poderes en la vida intelectual, poderes de índole
libertaria, que no por eso dejan de serlo. La diferencia con otros poderes
–financieros, comunicacionales, políticos – es que podemos considerara que la
forma eminente de la vida intelectual consiste en examinar de forma explícita
los poderes que se poseen. Un grado mayor de conciencia sobre las formas
disciplinarias o coactivas, que incluso puede residir ocultamente en las
callosidades de nuestro propio lenguaje, es lo que caracteriza la actitud
intelectual”. Es decir, por un lado debe emparejar la vida o actitud intelectual
con la política, en tanto funcionario y, por otro, distinguirla, para conservar
“un mayor grado de conciencia sobre las
formas disciplinarias”.
Pero eso requiere, por un lado, definir a “los
intelectuales” y, por otro, demostrar que
se pueden expresar más eficazmente el “repudio y conjura de esos viles
asesinatos” (la referencia es a los de, entre otros, Mariano Ferreyra) “con «pensamientos situados», esto
es, libertarios en el seno de la institución política heredada o clásica, que a
su vez esgrime banderas de cambio a las que también deseamos ver con
autoconciencia lúcida de sus propias situaciones”. Esos pensamientos deben situarse en las
“posibilidades, apremios que ofrece un mundo que estrecha posibilidades”.
Lo que
no sea esto, es decir, la conciencia de lo posible, es “denuncialismo”,
“vibración emotiva”, que logra menos “que con una indagación concreta de una
historicidad específica de cada una de esas muertes, que son sociales y
singulares a la vez, pues nadie vive la muerte de otro” y “Una voz, muchas
voces, resonaron en torno de esas violencias antipopulares en el interior de
las instituciones de gobierno que mantienen la consigna no represiva.”
Con la
“socialización” de las muertes, la conciencia de lo posible y la equiparación
de los poderes de la vida intelectual y la política, desaparece así la
responsabilidad de cualquier gobernante, no sólo de los que “mantienen la
consigna no represiva”. Así el finadito Soria pudo morir en paz sin la carga de
las muertes sociales de Darío y Maximiliano que no estaba en posibilidades de
evitar cuando era jefe de la SIDE ni impidió que Picheto lo llevara a la
gobernación. Tampoco les fue posible a los que armaron todas las listas, pese a
mantener la manida consigna. En “el interior de las instituciones de gobierno”
no resonaron ni una voz ni muchas voces de los voceros quizá debido a los “apremios
que ofrece un mundo que estrecha posibilidades”. Esto debe entenderlo cualquier intelectual
que no sea “pre-foucaultiano”. Puede entenderlo González, que no es “vocero”
sino que apoya” en modo de ser crítico” pero que no se ufana de ese modo de ser
dado que no es necesario hacerlo, “pues si se piensa en el núcleo intenso y
complejamente determinado de las situaciones, ya se es crítico de por sí”.
González, que piensa ese núcleo intenso, no necesita andar diciendo por ahí que
es crítico, piensa en modo crítico (como una función alternativa de cualquier
electrodoméstico) y es suficiente.
La
retórica de Horacio suele fascinar a algunos auditorios, confieso que me deleita
oír el virtuosismo de su improvisación asociativa.
Es
sabido que existe más de una lógica, la de González es muy particular.
Su
argumento debe diluir la cuestión intelectual atendiendo a dos cuestiones: a) neutralizar
una presunta posición de privilegio desde la cual habría sido amonestado como
“vocero” y, b) equiparar los poderes de los intelectuales a los políticos para
diluir la responsabilidad de los gobernantes exculpados en una consigna. Al
mismo tiempo debe distinguir la cuestión intelectual para señalar su papel,
igual pero distinto, en el funcionariado
gobernante como portador de cierto “libertarismo”.
Dice entonces:
No es porque existan intelectuales que no cesa el debate sobre ellos: “Lo que
existen son ciertos núcleos problemáticos en las sociedades que son
inevitablemente de carácter intelectual”. Los denominados intelectuales son los
que atienden esos núcleos problemáticos “con lenguajes específicos, vocación
polémica y un conjunto singular de memorias o estilos de cita”. Se trata, en
definitiva, de la chapa: “Los que cargamos con el dificultoso letrero de
intelectuales no hacemos sino revelar la parte explícitamente emergente de
debates, creencias y sentidos velados que subyacen en todo grupo humano, en
toda sociedad. De ahí la célebre
sentencia gramsciana [nos informa que en realidad es de Croce] respecto de que
«todos somos intelectuales». Es decir, todos somos retoños de un manojo
profundo de leyendas, frases arcaicas dormitando en la conciencia y textos
memorables que fragmentariamente sobreviven en nuestra conversación”. En suma:
los que tienen cartel de intelectual revelan lo que es explícito con un particular
estilo de citas. Como revelar lo explícito no es revelar nada más que lo que ya
es revelado, nos queda el estilo de citar. González lleva así el cartel de
intelectual porque citó a Croce. Lo que no alcanzo a percibir es en virtud de
que secuencia lógica la conclusión es que todos somos intelectuales, ni porqué
los nudos problemáticos tienen inevitablemente carácter intelectual, es decir
objeto de citas.
Pasado
el rasero sobre lo intelectual, González tiene que demostrar que, en algunos
casos, hay algo más que las citas y la esterilidad de revelar lo revelado,
puesto que se ha asumido como del “cuño intelectual explícito” en el modo
crítico. En esos casos aparece “un grado mayor de conciencia sobre las
formas disciplinarias o coactivas” como carácter distintivo. Grado de
conciencia que no tienen porqué poseer todos los funcionarios de gobierno, pero
que sí posee González que, en su pasión por renovar los lenguajes políticos, no
quiere desmerecer su libertarismo. Ese
grado de conciencia hace más eficaz la denuncia porque se hace “en el interior
de las instituciones estatales” con “la
indagación concreta de una historicidad específica de cada una de esas muertes”.
En definitiva sospecho que lo que quiere decir el Director
de la Biblioteca es que la cuestión hay que pelearla desde adentro, que desde
afuera las críticas son estériles o, peor aun, que le hacen el juego al enemigo
(hay una referencia a “poderes indeclarados”, aun dentro de “las instituciones
mismas de gobierno”). “Conservar los
espacios” decían los alfonsinistas de los ochenta. Si esto es así, no es nuevo ni tampoco
necesariamente ilegítimo.
Su texto termina diciendo que sus denuncias de medio siglo
“fueron también formas del anuncio. El que lea estas palabras, en el mismo acto
de hacerlo, en el instante que pase por este renglón, sabrá que el augurio se
mantiene en pie”.
Sólo que si Horacio González no puede decir las cosas claramente,
y descuento que sí las sabe pensar, no es un buen augurio.
Pelear las cosas desde adentro del aparato político, lo sabemos, tiene un límite. Muchos
lo sufrimos. La autocensura puede pasar de la retórica al silencio. La
categoría de lo posible no justifica todos los silencios.
Edgardo Logiudice
Enero 2012