Notas sobre
alienación e ideología.
Bourdieu decía rechazar la expresión ideología. Según él
quienes la utilizaban privilegiaban el poder de las ideas sobre las prácticas.
Sin embargo él mismo sembró muchas y buenas ideas. Una primordial, la violencia
simbólica, que no se puede ejercer si no hay predisposición a aceptarla.
Predisposición asentada en creencias pre-reflexivas insertas en las prácticas.
Papel preponderante tiene en su sistema el hacer del Estado
y el campo jurídico, la práctica del derecho. A la que no es ajeno el efecto de
ocultamiento, característico de la ideología (en particular la jurídica) aunque
correr su velo no nos muestre la total transparencia de las relaciones sociales.
Este es el punto donde yo creo que se legitima el uso de la
expresión ideología, al menos en relación al derecho, a condición de concebir a
éste como relación social, de la cual la expresión ideología denota el aspecto
epistemológico, cognitivo. Uno de cuyos efectos es la inversión de las causas
en la evidencia inmediata y singular, que para Bourdieu es el lugar del sentido
común. El derecho como conjunto de relaciones sociales no circunscripto a la
práctica legislativa y judicial (el campo jurídico, para Bourdieu) sino,
directa o indirectamente, a todas las prácticas, particularmente las económicas.
En mi opinión este concepto de ideología, donde funcionan
las creencias prácticas, no es ajeno a la problemática de la alienación.
Si uno se toma el trabajo de madrugar puede conversar cinco
minutos con un barrendero (entre los cuales, dicho sea de paso, me hallé con
unos cuantos pentecostales) y si le hace mentas de lo sacrificado de su
trabajo, se topará con la expresión de marras: Gracias a Dios tengo trabajo.
El trabajo aparece como un don (una donación) por la que se
adeuda un agradecimiento, en este caso a Dios, pero puede ser al gobierno o, en
otros casos, al patrón.
El don, para Bourdieu, genera esa deuda. El don, el regalo,
el obsequio, funciona como violencia no física, sino simbólica. El que recibe
el don se siente obligado, endeudado,
con el donante: Te debo la gauchada.
Pero, en mi opinión, también denota un acuerdo no expresado,
ya que en realidad se trata de una forma de intercambio, aunque no
necesariamente de bienes tangibles. En la Edad Media muchas donaciones a la
Iglesia Romana significaban para el donante la seguridad de ser enterrado en
tierra consagrada.
La forma primitiva del intercambio, al menos en el viejo
derecho romano, fue un intercambio de promesas, de donaciones. Origen de los
contratos, que también ocultan violencia. Violencia recíproca aunque no
necesariamente simétrica.
Si yo necesito lo tuyo vos
tenés el monopolio de lo que me hace falta. Si me lo prometes estoy en deuda
con vos. Me obligas a que yo haga lo mismo con lo que te falta a vos.
Hay reciprocidad pero no
necesariamente simetría, pues alguno de los dos puede demorar su necesidad y no
aceptar la donación. En cuyo caso no queda obligado. O bien, el que puede
demorar su necesidad puede sacar ventaja donando algo a cambio de algo de mayor
valor.
De este modo la violencia muta en dominación.
En cualquiera de los casos, intercambio simétrico o no, si
se trata de productores privados independientes, cada uno hace ajeno el resultado del ejercicio de sus
capacidades. El hecho de que ese producto esté dispuesto para el cambio ya
señala que, para el productor, no tiene (o renuncia a que tenga) otra utilidad
más que como cosa, cualquiera sean
sus cualidades. Al mismo tiempo, el producto despojado de sus cualidades y
dispuesto para el cambio representa sólo una cantidad. Cantidad que en su carácter abstracto representa aquéllo
de lo que su productor carece y de lo cual depende. El producto se impone así
al productor como algo objetivo. Pero
ese algo objetivo es la representación de las capacidades del otro productor al
que se enfrenta, es decir de la subjetividad del oponente. Y a la inversa. De
donde las subjetividades de los productores depende de la objetividad de las
cosas. Esto parece ser así aun sin economía dineraria y sin contrato de
compraventa. Es decir como intercambio de dones, promesas.
Este podría constituir el aspecto de cosificación en la problemática de la alienación, presupuesto y
asiento luego del fetichismo de la mercancía. Las promesas unilaterales de
dación oculta el intercambio y la violencia simbólica asentada en el
reconocimiento recíproco como poseedores.
Cada uno de ellos para realizar su subjetividad propia (externalizarla,
distanciarla) debe enfrentarse con el objeto del otro, ajeno. La donación
oculta no sólo el intercambio sino la mutua dominación, aun tratándose de
relaciones simétricas. Dominación que ya no es
personal, como en el caso de la conquista, la esclavitud y la
servidumbre, sino a través de las cosas.
Con el incremento de la producción, resultado de la
industria humana, y los intercambios, la creación de la moneda unificará los
caracteres de los bienes perdiendo con ella todo rastro de subjetividad. El
dinero no huele.
Esto sólo puede funcionar así sobre la base de la creencia
en el cumplimiento de las promesas recíprocas por las cuales los productores
resultan deudores. La base de esta creencia es la fe, la confianza. En el
derecho romano arcaico la expresión fides
tiene singular relieve en instituciones muy importantes. Una especie de
"vivencia subjetiva de la religión" en un campo proto-jurídico
todavía confundido con ella, situación que perdurará, al menos en Occidente,
durante mucho tiempo.
Pero dijimos que la reciprocidad puede no ser simétrica. Esto
puede suceder si uno de los donantes (promitentes) tiene menos carencias o más
capacidades para satisfacer su necesidades que el otro, o que este otro tenga
más carencias o menos recursos.
El primer promitente, con más recursos o menos carencias, no
necesariamente aprovechará de su superioridad ejerciendo la violencia del
usurero, puede ser "generoso". Pero precisamente esa generosidad
acrecentará la deuda del que tiene más carencias o menos recursos.
Conscientemente o no éste último quedará más endeudado. Conscientemente o no el
generoso estará ejerciendo una violencia simbólica. Es el caso del patrono y la
clientela, al menos originariamente, ejercida entre ciudadanos libres.
La deuda misma, de origen simbólico, el reconocimiento que
oculta la violencia, significa el reconocimiento de un poder del otro. El que
otorgó el don (generoso o no) lo pudo hacer porque poseía el bien del que se
despojó, aun en caso de simetría de los donantes o promitentes. Esa posesión o
disposición reconocida como ajena, del otro, es el fundamento o base histórica
del derecho sobre las cosas, forma arcaica del derecho de propiedad. De allí
sería aquéllo de que la alienación origina la propiedad. Para decirlo de otra
manera: el otro es poseedor legítimo no porque tenga algún derecho natural o
legal sobre algo, sino porque yo reconozco que el otro puede disponer de ella
porque yo se la debía en virtud de haberme favorecido con un don. He convertido
mi subjetividad (el producto de mis capacidades) en objeto de otro, lo he hecho
ajeno.
Pero la asimetría previa a la relación entre los promitentes
no necesariamente puede tener su origen en la violencia simbólica. Por cierto
que, históricamente, parece haber existido una distribución de recursos y capacidades
predominante de origen bélico. Las guerras de conquista y ocupación, sobre las
que se funda el derecho (en realidad, privilegio) del vencedor, del
conquistador, quién ejercerá, además, la violencia simbólica, sobre la base de
la aceptación de ese privilegio. Podríamos hablar así de desposesiones
originarias.
El mercado y la economía dineraria se desarrolla subordinado
y en los márgenes del modo de producción bélico, cuando las manufacturas ya se
han desarrollado allí aun como economía doméstica.
Sin embargo en este nuevo campo seguirá funcionando la
estructura básica arriba descripta pero ahora no como punto de partida o presupuesto lógico e histórico sino como
resultado de una nueva base de desarrollo, la producción para el mercado. Allí
donde las relaciones son mediadas por los mercaderes. La producción mercantil
que, a su vez, será punto de partida y presupuesto histórico y lógico de la
producción capitalista. Los propios mercaderes, comprando y vendiendo,
organizarán la producción industrial.
Sobre la bese de la violencia simbólica, ahora con la forma
del contrato, pero sin que desaparezcan las desposesiones de la violencia
bélica. Sólo que ésta quedará subordinada al nuevo modo de producir e
intercambiar.
Los contratos, el contrato de compraventa hace evidente
ahora los intercambios, los dones quedarán para sociedades poco diferenciadas y
subordinados a aquéllos (o absorbidos y subsumidos en las nuevas formas
contractuales). Las promesas de dones serán en adelante una sola declaración de voluntad
común destinada a expresar las obligaciones de cada uno de los
contratantes.
Dado que se trata de acuerdos de voluntad común quedan
presupuestas la igualdad y libertad de las partes para convenir. Pero ello no
dice nada sobre la posible asimetría de capacidades y recursos de las partes,
como tampoco respecto al origen de esas capacidades y recursos.
La fe, la buena fe que siempre se supone y que, en caso de
no existir (fraude, defraudación, dolo) anula el acuerdo pues estaría
violentando la libre voluntad, la fe -digo- autonomizada de su confusión
religiosa, sigue existiendo pero requiere de otra garantía. Esta garantía es la
del campo jurídico, la legislación, la labor judicial y el aparato
adeministativo. La fe consiste en la legalidad del acto, en que el acuerdo es lo que debe ser. Es esto lo que está en
el sentido común que acepta como real la igualdad, la liberta y la voluntad
presupuesta por el contrato, sin cuestionar las asimetrías que esos
presupuestos pueden ocultar. Parece evidente que este ocultamiento posible
atiende a la cuestión cognitiva del aspecto ideológico de la relación social
contractual singular y aislada que opera en el campo de las relaciones
jurídicas.
Pero ahora el reconocimiento del otro como poseedor legítimo
se funda en un acuerdo, de lo que resulta la juridización de las posesiones: el
supuesto de que la posesión del otro deviene de otro acto anterior que, como
éste, es necesario para hacerse de la cosa. Es decir la legitimidad y legalidad
de la posesión, que no es otra cosa que la propiedad privada.
Es el contrato el que genera la propiedad y no al revés,
pero el contrato no es otra cosa que una enajenación, el hacer ajeno lo propio
y hacer propio lo ajeno.
Cuando lo que se vende y se compra es la fuerza de trabajo
el contrato se denomina salario.
Como dije, allí quedan ocultas las asimetrías. Las cosas
intercambiadas lo son no como exteriorización de las capacidades subjetivas
sino como cantidades medidas en moneda de cuenta: tantos pesos la hora o el día
o la quincena.
Lo que se alza ahora frente al asalariado no es un bien
ajeno, sino el dinero del salario, el que representa sus medios de subsistencia
y condiciones de vida. Una cosa sin cualidades que mide sus capacidades
subjetivas a través de una enajenación.
Sus capacidades se alzan frente a él
como una cosa.
Pero el ocultamiento de la asimetría, el monopolio que tiene
el empresario como clase de sus medios de vida, oculta asimismo la falta de
libertad de elección del asalariado (salvo de otro patrón individualmente
considerado). Pero además, al medirse en un objeto sin cualidades, quedan
ocultas sus propias cualidades subjetivas, la capacidad de producir más de lo
que requiere su supervivencia. Plus que, quedando encerrado en el producto que él
(con otros) generó, producto que, habiendo él recibido lo que acordó, queda en
propiedad de quien lo pagó.
Pero ese plus-producto también representa medios de vida, o
instrumentos para generarlos, que ahora estará en poder del empresario
capitalista industrial (dejamos aquí de lado todas las otras formas que en
forma dinero ese plus se distribuye en el conjunto de los campos sociales). El
asunto es que así como de las desposesiones originarias, producto de violencias
bélicas o de fuerza, se fueron perdiendo las huellas una vez que se
incorporaron al nuevo sistema (confundiéndose y transformándose en sus
elementos), así también el plus-producto (o plus-valor) pierde sus huellas de
expresión de subjetividad transformándose en dinero. Arribando al momento en
que ya nada queda de la inversión primitiva que pudo haber salido íntegra del
bolsillo del empresario.
De este modo todas las condiciones de vida del asalariado
son propiedad de la clase industrial capitalista (y avanzado ya el desarrollo
capitalista, del capital a préstamo).
Es en este caso cuando un empresario puede decir sin
eufemismos que él da de vivir a sus obreros. Y es verdad. Perfecta violencia
simbólica a través de un don que obliga a
trabajar.
Y esa es la razón por la que el barrendero dice gracias a
Dios tengo trabajo. Porque
el trabajar es la Ley
porque es preciso alquirir...
debe trabajar el hombre
para ganarse su pan...
Es el momento pleno de la alienación fundada en la ideología
jurídica, que oculta el hecho de que, en realidad, el asalariado no vende su
fuerza de trabajo.
Los capitalistas, como clase, dan de comer a quién, a
cuántos y cómo quieren a los asalariados, a cambio de lo cual los obliga a
trabajar.
Sin embargo la existencia del contrato como forma ideológica
oculta este hecho otorgándole la forma (asentada en las creencias arraigadas en
el sentido común) de compras y de ventas, cuya naturalización como forma de
intercambios sociales no requiere de ninguna reflexión para funcionar (actos
pre-reflexivos, para Bourdieu), se hallan incorporadas a los cuerpos a través
de las prácticas habituales (los niños juegan a comprar y vender).
En la sociedad capitalista industrial no parece haber
alienación, ni sus manifestaciones de cosificación y extrañamiento o, mejor
dicho, no parecen existir éstas a las que se les da el nombre de alienación, si
no existen la enajenaciones, las ficciones de la venta. Ficción por las que
tanto el capitalista como el obrero se reconocen propietarios privados
ocultándose la explotación y la dominación. Esto no es sino el aspecto
epistemológico de una relación social que, por eso, llamamos ideológica. Sin la
cual tampoco sería posible la violencia simbólica.
Edgardo Logiudice
mayo 2013.
El
trabajar es la Ley,
porque
es preciso alquirir
No
se espongan a sufrir
una
triste situación:
sangra
mucho el corazón
del
que tiene que pedir
Debe
trabajar el hombre
para
ganarse su pan
Pues
la miseria, en su afán
de
perseguir de mil modos
Llama
a la puerta de todos
y
entra en la del haragán.
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