Post-fascismo.
Hay bastante consenso, o costumbre, en llamar neo-fascismo a
los nuevos procesos políticos de la derecha. Para algún periodismo es el
recurso a una fácil evocación. Para algunos discursos políticos es, además,
retórica efectista. Nada de malo, previsible.
Distinto es cuando algunos cientistas políticos, analistas,
sociólogos u opinadores, recurren a él como categoría fundada en una analogía
acrítica. Porque así no se arriesga a dar cuenta de lo nuevo, cuando -como lo
indicara ya Agamben- viejas instituciones pueden orientar la dimensión de
nuevos fenómenos, aunque no más que como paradigma iluminador. De ese arcano de
formas políticas sacamos el absolutismo.
Entre quienes no se conforman con la analogía conceptual
está el historiador Enzo Traverso. Éste acepta honestamente que, a falta de
algún término más preciso, asiente en adoptar provisoriamente el de post-fascismo para las derechas
radicales (Herramienta n° 58).
Lo hace para señalar las diferencias históricas con el
fascismo, cuya definición además ha sido y es objeto de mucha polémica en el
terreno de las llamadas ciencias políticas.
En todo caso, siempre se trata de formas de gobierno del Estado-nación moderno, es decir el que nació
con el desarrollo del capitalismo y que se fue transformando tanto para generar
diversos mecanismos para gobernar sus crisis o mantener el sistema frente a las
reacciones que fue enfrentando, conforme fueran sus formas de dominación y de
explotación.
Y es allí, alrededor del Estado-nación, aún el “estado
ampliado” (Gramsci), donde giraban los conceptos de política y soberanía.
Estado-nación.
Decía ya el Sub Marcos en 1997 que los gobiernos nacionales
se encargaban de la tarea de administrar los asuntos en nombre de las
megaempresas.
Pero muchos sostienen que hoy, frente a lo que en general
llamamos globalización, el Estado-nación ha perdido la mayor parte de sus
funciones clásicas. Un ejemplo claro y evidente es el de la soberanía sobre la
moneda, gobernada por las especulaciones de los mercados de futuros y los
flujos y reflujos de los fondos financieros. Los propios Bancos Centrales han
perdido su autonomía. Ésto para no referirnos más que al papel económico, pero
se podría decir algo similar de otras esferas sociales, hasta del campo
idiomático, cuyos generadores oficiales de hecho ya no son las Academias sino
el mundo de los negocios, cuya jerga inunda las legislaciones “nacionales”.
La ilusión teórica de la “autonomía de lo político”, como
función de garantía de acuerdos y regulación social, se ha reducido a un
escenario de técnica electoral en el que la pretendida representación de grupos
sociales e ideológicos solamente ha generado una capa (casi una casta) de
profesionales de la gestión (no siempre legal) de intereses dominantes.
En materia económica hoy, la gestión de colocación y
recaudación de los créditos y deudas respectivamente de los grandes grupos
financieros que alimentan y dirigen la producción y el comercio y las grandes cadenas de valor
global, con su propios mecanismos endógenos de acumulación (Serfaty) .
Del Estado-nación queda, con mayor o menor intensidad según
los países, la nación como signo de
identidad (más mítico que efectivo). Y, con él, cierto nacionalismo con
orígenes históricos o tradicionales. Manipulados y azuzados por intereses
económicos-geopolíticos. Como a contrapelo de la globalización.
Y, como a contracorriente también, aparecen algunas
tendencias escisionistas, reclamando nuevas soberanías estatales. Como si las
viejas naciones pudieran todavía devenir estados autónomos. Ésto fue intuido ya
por Hobsbawm en los setenta y recordado y actualizado por Bauman en los 90,
después del desmembramiento del bloque “socialista”. “Paradójicamente -decía
este último-, fue la muerte de la
soberanía estatal, no su triunfo, lo que dio tremenda popularidad a la idea de
ser Estado”.
El proceso ha llegado al punto en que la soberanía es
mentada casi exclusivamente al mencionar la paradójica “deuda soberana”, que es
la que aherroja cualquier soberanía.
Política.
Estudiosos de distintos signos aceptan definir la política
como el poder de tomar decisiones que afectan las conductas de grandes grupos
humanos. Así Robert Dahl, Foucault, Clauss Offe (“La capacidad de tomar
decisiones colectivas vinculantes y llevarlas a cabo”). Decisiones no
necesariamente emergentes de procesos formales de generación de normas, ni de
las instituciones normativas reconocidas como Estados u organismos
interestatales.
Hay componentes normativos de las conductas, individuales y
colectivas, originadas en la información, la des-información y la publicidad,
además de los clásicos aparatos ideológicos del Estado. La publicidad para el
consumo, por ejemplo, es una actividad
normativa, tanto o más eficaz que las clásicas normas jurídicas o
religiosas.
El fenómeno del creciente endeudamiento de hogares, que
significa apropiación de trabajo futuro (pues las deudas algún día hay que
pagarlas), indudablemente afecta la conducta de grandes grupos humanos por
fuera de los mecanismos clásicos de la política. Lo que no significa que éstos
dejen de actuar, sobre todo, en su faz de sanciones económicas, ni de
mantenimiento del orden: el poder de policía.
De allí la aparente paradoja del principal Asesor de Trump,
Steve Bannon (ex Goldman Sachs) que al tiempo que propugna la destrucción total
del Estado, ocupa un sillón permanente en el Consejo de Seguridad Nacional. Y,
para volver a hacer nuevamente grande la Nación Americana dentro de los valores
cristianos perdidos apela a la libre ejecución de la tortura.
“En el mundo de las finanzas globales, la tarea que se
asigna a los gobiernos estatales es poco más que la de las grandes comisarías”,
decía Zygmunt Bauman en 1998.
Pero mayor aún es el efecto de las decisiones de inversión o
des-inversión en un país, o en áreas determinadas y no en otras. Del flujo de
capitales, como el de la sangre dijo Harvey, dependen todas las condiciones de
vida de los habitantes de un país.
La política no se genera entonces, en lo fundamental, es
decir las condiciones de la vida humana, en los Estados ni en los organismos
intergubernamentales, donde los pronunciamientos no suelen pasar de
“recomendaciones”. Y sus “programas” y Agendas son sólo versiones
tecno-retóricas de los Foros de Davos. El caso más evidente es el del Programa
de Desarrollo de las Naciones Unidas.
Las decisiones políticas se originan en acuerdos, alianzas,
fusiones o resultados de relaciones de fuerza entre los grupos económicos
financieros, no sujetos a otra norma que la de la acumulación. Han fracasado
todos los mínimos intentos de regulación del capital financiero por los
acuerdos de Basilea.
La propiedad.
Se confunden así en la práctica, los límites de la explotación
y la dominación. Aunque, como señaló oportunamente Bonnet (Herramienta n° 59), estos
conceptos deban separarse analíticamente.
Con ello, las nuevas formas de propiedad dominantes sobre
las viejas formas de propiedad privada, consagradas legalmente por el Estado,
ya no son legales o ilegales, sino a-legales,
un uso de hecho. Porque la dominación no tiene regla alguna. La reproducción de
la desposesión encubierta por el salario está ahora subordinada a la
desposesión política de una soberanía sin titulares aparentes. Incorpóreos,
intangibles como sus activos financieros. El fantasma que recorre el mundo
investido en una nueva forma de propiedad. Ni personal, ni mercantil privada,
ni privada capitalista industrial. Un tipo de apropiación forzada, no
necesariamente violenta pero coactiva, que las absorbe y subordina. Una
coacción no regulada, ni autorizada, ilimitada. Absoluta. Coacción extorsiva:
Rafael Correa en Ecuador declaró hace poco por Telesur que ante la disyuntiva
minería o hambre optó por la primera.
Poder soberano difuso.
El capitalismo financiero, en particular el de riesgo, es
decir de especulación, que subordina a los sectores industrial y comercial, nos
alimenta, nos viste, no cobija, nos educa, o nos mata. Conforme le interesemos
como clientes, consumidores y, en definitiva deudores. La deuda es la nueva forma de apropiación del trabajo ajeno,
agregada y combinada a las anteriores.
Sobre la posibilidad del cobro de esas deudas se edifican
los rascacielos especulativos. Por ejemplo, si hay expectativas de ganancias
con una innovación, la expectativa se transforma en un título que se capitaliza
y se vende en la Bolsa. Se vende una ganancia futura. Pero además esas acciones
que responden sólo a una espera incierta, sirven como garantía para generar
créditos sobre los que se montarán otros negocios similares.
Ésto necesita de consumidores, aunque sean virtuales, para
que no caiga la expectativa, porque si cae, se cae todo el edificio. Explota la
burbuja, es decir tenemos una crisis. Crisis que ahora son globales.
Mientras tanto los consumidores compran a crédito, es decir
endeudándose. Y ésto es tanto para los particulares como para los Estados.
Muchos autores denominan a ésto economía de la deuda. Entre ellos Lazzarato que
ha acuñado la expresión Homo Debitor.
Los Estados dependen así, para seguir cumpliendo alguna
“ilusión de comunidad” (Marx) del flujo de capitales (Harvey). Por lo tanto no
tienen fuerza regulatoria, sobre todo porque su “legitimidad” se basa sólo en
la técnica electoral. Para ellos y para los ciudadanos el poder del capital es
una “metasoberanía”.
Se trata del verdadero estado político absolutista, aunque
no encarne en la figura de un gobernante o un monarca. Por eso su soberanía no
aparece evidente, es un “poder soberano difuso” (Juan-Ramón Capella). Contra el
que no existe ninguna garantía legal. Del sintagma fuerza-de-ley sólo ha
quedado la fuerza, por ello nuestras vidas quedan sujetas a su potencia, sin
ninguna regla. Sin Estado, no hay Estado de Derecho y estamos todos en “estado
de excepción” (Agamben). Pasibles de ser suprimidos por hambre, enfermedades,
guerras, crímenes ambientales, envenenamiento por drogas, incapacidad para
adecuarnos a nuevos trabajos. O nos pueden hacer sobrevivir. Hasta con “políticas
sociales” y algunas ONGs.
El capitalismo nos da de comer, nos presta sus alimentos (sencillamente porque son
quienes disponen de ellos a través de cadenas de valor que van desde la semilla
hasta la góndola), que devolveremos con nuestra capacidad laboral. Si les
conviene. Pero eso no lo vemos sino en sus efectos en la vida cotidiana.
A través de las formas de la Lex Mercatoria, las aparentes
compraventas, que no son más que anticipos para sobrevivir si somos necesarios.
Aun cuando, además de la yerba y el tabaco, para los “vicios”, nos provean de
electrónicos y entretenimiento, que son sobre los que se funda su negocio y su
soberanía. Su poder soberano difuso.
Refugios del riesgo.
Los capitalistas tienen sus estrategias de dominación.
Algunas conscientes, elaboradas y deliberadas, otras más pragmáticas.
Estrategias ideológicas, fomentar el individualismo y hacer
apología de la competencia como reguladora natural del mercado, cuyo
presupuesto es la existencia de muchos competidores atomizados (muchos
“emprendedores”) a la vez que entre ellos llevan a cabo fusiones, absorciones y
“combinaciones de negocios”, es decir, monopolios u oligopolios: concentración.
La primera logra el debilitamiento de los jugadores, la
segunda al poder soberano.
El presidente del Mercado a Término de Buenos Aires, al
tiempo que se fusiona con el de Rosario, mercados donde se juega el futuro de
los precios de los granos es decir la base de la alimentación, defiende esa
alianza diciendo que cuanto más competidores atomizados, mejores resultados del
juego de la especulación. Y sostiene que “la especulación ha dejado de ser mala
palabra”.
En realidad esta afirmación es cierta para el capital
financiero. Claro es que la especulación tiene el riesgo de que las
expectativas sobre las que se especula no se cumplan. En la gran crisis
especulativa del 2008, bancos y grupos financieros fueron “salvados” por los
Estados, es decir por los contribuyentes. Cosa hoy muy poco factible, dado la
saturación de deuda. Y la “hiperliquidez” pone un riesgo doble: capitales sin
destino, ociosos, es decir inservibles y esa misma saturación el riesgo de que
los préstamos se hagan incobrables. El alto grado de endeudamiento estatal y
privado hace peligrar las garantías. De allí que tengamos recesión con sobrante
de capitales. Paradójico.
Pero en el campo de la producción hay una transformación
gigantesca que requiere nuevas infraestructuras. Infraestructuras que, por su
naturaleza son bienes comunes, públicos y, por ello generalmente estatales o
con algún control estatal, por lo menos en su forma legal.
Es necesaria entonces una nueva estrategia para refugiarse
del riesgo. Así lo proclaman gerentes, consultores y analistas. El refugio
serán esas infraestructuras, uno de los pilares del plan del “proteccionista”
de Trump: inversiones de muchos billones de dólares en infraestructuras, viejas
y nuevas. Independientemente de las formas políticas de los gobiernos de los
Estados candidatos.
Energía, caminos, comunicaciones, educación, sanidad,
seguridad, represión. Áreas que ya no pueden manejarse en nombre del Estado,
que se encargaron de hundir práctica e idealmente como representante de lo
público. Lo público ha quedado huérfano de Estado.
Se trata de bienes tan tangibles como los recursos
naturales, indispensables y de absoluto carácter común como el agua. Pero
también tan intangibles y no menos comunes
como el acervo cognitivo. La investigación de las universidades
públicas, los consejos de de investigación nacionales, regionales y
provinciales, de organismos de ciencia y técnica específicos, como los de
actividades agropecuarias e industriales. Con los mentados acuerdos y
“colaboración” público privado.
El camino de la apariencia pública de estas inversiones es
el de esa asociación público privada, donde el Estado lo que hace es poner el
humo del asado que se comen los inversores.
Sea a título de proteccionismo o de libertad de mercado.
Protección nacional.
En un mundo de pocos acreedores y muchos deudores, que no es
más que la traducción de la tan mentada desigualdad de ingresos y patrimonial
tipo Piketty, el proteccionismo nacionalista dentro de la escaramuzas verbales
no parece por ahora más que un velo que cubre la garantía de los primeros
(apoyados en la desposesión de bienes públicos) sin que se diferencien
demasiado sus “orígenes” nacionales. Londres es la capital de grandes
fondos de inversión (no siempre blancos)
de todas partes del mundo. Sin contar otras maravillosas islas de mejor clima.
Este nacionalismo electoral que se apoya en los prejuicios,
la xenofobia y la religión, ya que parece no poder hacerlo más en la democracia
occidental y cristiana, no parece más que un medio no sólo de trocar lo nacional
por lo público, sino para elegir entre deudores útiles e inútiles para su
explotación.
El cuento es que se protege la producción nacional, es decir
el trabajo, la capacidad laboral.
Pero la capacidad laboral también es un recurso natural y un
bien público, un bien común. Porque es un producto y resultado social, tanto en
su materialidad energética como en sus habilidades y conocimientos. Pero para
que sea apropiado debe ser competitivo, es lo que nos dicen. Es decir barato.
Nacional sí pero barato. Y allí sí, lo es cuanto más atomizado y más son los
jugadores. Mientras las grandes ligas se concentran en uniones transitorias o
permanentes sin distinguir los países de origen ni de destino.
Sin embargo la capacidad laboral es la más grande
infraestructura, el problema es que no sirve de refugio.
Absolutismo
metapolítico.
Des-poseedores, inversores, acreedores son el nuevo Rey Sol
Global.
Poca el la diferencia entre los estados capitalistas y el
capitalismo de Estado. China es el mayor acreedor e inversor de los Estados
Unidos, pocos dirían que China no es absolutista. Ni que no lo es el poder de
Goldman Sachs o JP Morgan. Sus decisiones son inapelables y a ellas están
sometidos los Estados que operan como sus gestores,conformados precisamente en
esta “radicalización de la derecha”, por sus CEOs, sus gestores de negocios y
finanzas, o algún socio.
Si hasta hace poco podíamos decir que había empresas que
eran un verdadero estado dentro del Estado, hoy podemos decir que los Estados
son órganos dentro del estado.
Los Estados son poco más que marcas (en viejo y abdicado Rey
anda vendiendo la “marca España”) o agentes de marketing (como la argentinísima
Reina Sofía de Holanda promocionando microcréditos para emprendedores, para
contribuir al “hambre cero”).
Luis XIV no era de éstos. Se valió de un financista para
consolidar su poder. En una época de crisis y transición. Su ministro estrella
fue Jean-Baptiste Colbert, administrador de patrimonios y denunciante de una
malversación de fondos reales. Se valió de obras de infraestructura para
impulsar y consolidar la transformación del capitalismo mercantil apoyando las
manufacturas.
Puentes, caminos y una flota para el comercio con las
colonias ya establecidas. Y para las que creó una orden militar especial, la de
San Luis.
Creó las manufacturas reales y sancionó la “Caza de
vagabundos” y las “Casas Correccionales” que proveían de mano de obra forzada a
los industriales manufactureros.
Hay que decir que
embelleció París. Su ministerio terminó con una nación endeudada, pero la nueva
burguesía, con la que había constituido el nuevo aparato estatal, ya había
triunfado.
Este monarca que, como es sabido, dijo aquello de El Estado soy yo, era corpóreo: su
cuerpo se confundía con el poder, él era su encarnación. Un poder absoluto
personal.
El nuevo monarca es incorpóreo, ubicuo, intemporal. La
muerte de los inversores singulares, para continuar reinando no requieren la
ficción teológica del “segundo cuerpo del rey”, que garantizaba la continuidad
del reino.
Los grupos financieros pueden decir El Estado somos nosotros, pero el “nosotros” no tiene cuerpo, es
tan intangible como sus activos. Lo tangible son los efectos de la desigualdad,
la forma de la pobreza, que genera, alimenta y reproduce la desposesión, la explotación
y la dominación. El absolutismo.
Subordinación y valor.
Estos apuntes sólo pretender ser una aproximación a la
designación de una forma política
para lo cual recurrí a este “paradigma” histórico político. Quizá por la
contundencia del término y su ya poco frecuente uso.
Debo a una previa lectura de Aldo Casas recordar que la
historia, nuestra historia, sigue siendo historia de luchas de clases, que la
imposición de esta forma no es precisamente pacífica. Las clases se definen por
su situación respecto a la disposición de bienes y de poder. Y éstos siempre se
disputan.
El absolutismo histórico no dispuso de un camino llano. En
el caso francés, Francia perdió su poder en Europa, su política colonial se
debilitó, la casa real se deshizo en luchas por el poder, el Estado terminó
endeudado y su pueblo hambreado.
Hubo más actores que la nobleza y la nueva burguesía. El
poder político papal, los intereses de los Países Bajos, los de Inglaterra. Por
eso junto a las alianzas estaban las guerras.
El absolutismo financiero, o el poder político de los grupos
financieros puede subordinar a los
otros sectores del capital, pero tiene un límite: el valor.
Su poder no sólo requiere no sólo de consumidores reales o
virtuales, potenciales deudores. También requiere productores. La producción
sigue siendo la base de la existencia de cualquier sociedad o sistema,
cualquiera sea la forma de producir. Por más subordinada que se halle a la
financierización y sus mecanismos de acumulación. Y en la producción capitalista
lo que prima como condicionante es la
producción y reproducción de valor. Y ello requiere de productores que hay que
alimentar y proveer. Si ello no ocurre no hay consumidor, no hay deudor y el
castillo se viene abajo.
En su conjunto
el absolutismo financiero parece ser la
forma política en el sentido descripto. Pero no se trata del juego de un solo
jugador. Las alianzas y fusiones aquí aludidas tampoco son pacíficas. Y son
muchos los grandes intereses encontrados por los que existen disputas feroces,
además de las contradicciones propias del sistema. La más limitante de las
cuales sea seguramente ya la de un “desarrollo” ilimitado con recursos ambientales
limitados, degradados y agotados.
Las luchas canibalescas que sostienen este absolutismo
dentro del propio mundo económico financiero incluye sus propios mecanismos.
Las famosas Ofertas Públicas de Acciones (OPA) agresivas es el nombre “técnico”
de las extorsiones. El espionaje, las “quinta columnas”, la corrupción, los
sobornos inter-empresariales, conforman la “ética empresarial”. El rumor, los
falsos balances, las evaluaciones de riesgo son armas mortíferas en las guerras
entre sectores del capital.
Los cambios revolucionarios en la producción generan también
intereses contradictorios respecto a las inversiones. Esto aparece
evidente respecto a la preservación del
medio ambiente convertida en un negocio financiero monetizando los permisos
para contaminar.
Y aquí chocan los intereses de las inversiones en el cambio
de las fuentes energéticas.
Aunque aparezcan otros modos de producción de valor,
particularmente cognitivo y aunque éste se halle subordinado a la ganancia
financiera, esto no significa su desaparición sino su transformación.
Aunque, en conjunto, la forma política sea absolutista, ello
no significa que sea homogénea ni, mucho menos, pacífica. Tampoco predestinada.
Ejemplo de todas estas luchas y contradicciones es el caso
del chipp contaminante de Volkswagen.
Y las resistencias de Google y análogos al “proteccionismo” de Trump, otro.
Último apunte.
Muchas revoluciones antiabsolutistas comenzaron por
exigencia de pan y acabaron con las cabezas de los monarcas. Ésta ya no es
época de regicidios ni magnicidios. Lo intangible no tiene cuerpo ni cabeza.
El absolutismo del capital se apoya en la ideológica
seducción de la propiedad privada. Y, ésta, como vimos ya no es tal, sino un
rótulo. Lo que cuenta es el uso de hecho, los títulos ya no representan más que
deudas presentes o futuras.
Creo que deberíamos pensar en el uso de hecho. El uso
público de lo público, porque lo público
somos nosotros. El uso común de lo común. De la tierra, sus productos y las
infraestructuras.
Por ahora resistiendo a ser el refugio de los dominantes.
Edgardo Logiudice
Claromecó/ Bs.As., febrero 2017.