En el lenguaje, “como ejercicio político sistemático” de un
sociólogo, no intentemos hallar palabras tales como “masacre”. Mucho menos
asociada a “negociados”, “subsidios” o “corrupción”. No, si este sociólogo se asume como
“contemporáneo”, es decir ejercita cierto extrañamiento, objetivación de los
hechos, al modo del peluquero atípico que atiende sus cabellos mientras se
anoticia de las muertes del Sarmiento. Es que el peluca no habla porque él
también es un contemporáneo que sabe reconocer la “banalidad del mal
burocrático”. O es uno de los pocos peluqueros mudos.
Quizá tenga miedo de indignarse. Alguna vez que lo hizo, con
un peruano que iba a la Feria, la patrona le telefoneó y le dijo que tenía el
freno largo, hablaba al cuhete, y tubo que recular. El barbero, claro.
González no. Porque González sabe, aunque confiesa no viajar
en las horas pico, ni participar en grandes aglomeraciones, ni –nos enteramos-
concurre a “locales danzantes”. (Es bueno que se transparenten las conductas de
los funcionarios públicos. Quizá para eso haya escrito su suelto en Página 12 el domingo 26). González, no el peluquero, sabe que “una
terminal de trenes es un gran hangar de vidas multitudinarias apretadas, rápidas,
condensadas en un vago peligro que a veces se consuma”. Peligro objetivo de las metrópolis.
El sociólogo no quiere pendular “entre el error humano y la
culpabilidad de las estructuras, de los ensambles institucionales, de las
administraciones”, como lo hacen otros funcionarios que, “desafortunados”, han
tenido que improvisar. Por eso sus conciencias cívicas querrían “suponer que lo
que ocurrió no hubiera ocurrido”. Sutil el Director de la Biblioteca: no se
atreve a nombrar al colega funcionario autor de la pifiada miserable. No se
atreve a indignarse frente a la miseria de endilgar “una remota responsabilidad
en los sacrificados”.
Es que, en realidad, se trata de “un escándalo de la
filosofía y la política: el fallo de los sistemas y las responsabilidades que
de allí se deducen”. El “descuido fatal de los sistemas fabricados y regido por
los hombres”. El sociólogo salda así la vieja cuestión de estructuras y
sujetos. Esta es la lección del profesor González. Lección que quiere, con la
modestia de reconocer “facetas y fallas”, asumir él mismo: “un nuevo giro en
nuestras vidas públicas es necesario”, “llega el momento único e
indescriptible” de “intensificar la capacidad pública, colectiva, institucional
de amparar vidas”.
El lenguaje de González sabe frenar a tiempo. No sea que lo
vuelva a llamar la Presidenta y tenga que pedir disculpas. Por el peruano,
claro. En mi barrio eso tiene un nombre, también está en “el oscuro gabinete de
nuestra memoria”.
La palabra escrita de González, Horacio, no parece
improvisada sino deliberadamente anfibológica. Impotente frente al dolor y la
indignación por el estrago mafioso, que otra banalidad, ya no burocrática sino
ético-política, equipara a la muerte por infarto de un diputado de sesenta años
en su residencia de descanso.
Es verdad que el lenguaje construye realidades. Hasta que un
pibe que se gana el morfi en un call
center aparece apretado en la realidad de los fierros. Otro lenguaje.
Edgardo Logiudice
Febrero 2012
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