Hace ya tiempo que las iglesias han perdido
el monopolio de la fe.
La Católica Romana, en beneficio del
Estado, al menos desde el Siglo XII, cuando Graciano tuvo la malhadada idea recopilar
en el derecho canónico las normas sueltas que por ahí andaban en un acto de
afirmación de la diferenciación de las normas religiosas de las jurídicas. El
asunto había comenzado, entre otros lugares en Bologna, donde los teólogos se
fueron travistiendo en jurisconsultos y notarios. Y los fieles en mercaderes,
depositando la suya, su fe, en los contratos para ser administrados por la Ley.
Cuando, en el Siglo XIV con Bonifacio VIII,
la Iglesia pierde el poder temporal los Príncipes de la Ciudad-Estado y los
reyes ya se encargaban de predicar y hacer cumplir la nueva fe de la Ley, ya no
mosaica sino pedestre.
Pero también el Estado ha hallado quien le
desplace: la publicidad para el consumo, el marketing y el branding. El logo es
más creíble que el notario. No hay notario que haga el milagro de hacer
consumir lo inconsumible. Por el contrario la publicidad se fagocita y digiere
al Estado y a la Iglesia. A curas, escribanos y abogados, poniéndolos a
disposición de sus anunciantes.
Por allí anda hoy la violencia simbólica,
diría Bourdieu.
Edgardo Logiudice
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