sábado, 11 de junio de 2011

Permanente revolución. Algunas cuestiones de la tradición marxista.

No soy sólo lo que compro, por qué lo compro y a quién se lo compro. Manifiesto Democracia real ya. Madrid, mayo 2011.



Una re-evolución.

Creo que desde los ochenta vivimos un estado de permanente revolución en los modos de producir.
En la producción intervienen la energía y la inteligencia humanas. El carácter revolucionario se funda prevalecientemente en los logros del conocimiento, es decir en las ciencias y las técnicas.
En el aspecto material de la producción se manifiesta o consiste en la organización del trabajo condicionada por la robótica. Ello significó la alteración de la organización fordista en las industrias esenciales.
Pero, junto con la informática y las comunicaciones, la alteración no sólo afectó la organización del trabajo, la producción propiamente dicha, sino todo el conjunto de la producción en general, es decir: también la circulación, el cambio y el consumo.
El comienzo y motor del ciclo que, en la Introducción del 57, Marx afinca en la producción propiamente dicha, parece haberse invertido con la hegemonía del capital financiero, que encuentra en el consumo, por vía de las innovaciones y la publicidad, el instrumento adecuado para la apropiación del trabajo ajeno.    
Afectada la producción, sus resultados, es decir los productos, también han sido alterados. No sólo en su materialidad, compuesta de elementos inteligentes, sino de bienes sin materialidad física visible, separados del soporte físico.
Esto ha condicionado los modos de apropiación adecuados al “objeto”, determinando alteraciones profundas e innovaciones en las formas jurídicas, particularmente en los que, a falta de nuevos términos, llamamos “propiedad”.
De modo que, si las expectativas del comunismo o socialismo, siguen siendo las de contraponer otro tipo de propiedad a la dominante, resulta necesario indagar como funcionan los mecanismos de ésta. En relación a los bienes fundamentales, por lo menos.
Esas nuevas formas “jurídicas” conservan aun la apariencia o la denominación de las clásicas, y así operan, ocultando con ello esas nuevas formas de apropiación del trabajo ajeno. Es decir, elidiendo las formas de las relaciones sociales de dominación.
Si nuestra tarea sigue siendo la “abolición” de la dominación o, si se quiere, la emancipación del trabajo, entonces habremos de indagar sobre esas nuevas formas de dominación, para adecuar los objetivos y las formas de lucha.
Esa indagación forma parte de la lucha cultural, lo que hemos llamado tradicionalmente la lucha ideológica. Si esto es así, entonces, habremos de seguir inquiriendo sobre el significado de la ideología. Esto me parece hoy ineludible, cuando ella adquiere caracteres normativos que llegan a sustituir el papel que la modernidad adjudicó al derecho. Cuando la principal arma ideológica es la publicidad para el consumo. Es decir cuando ésta da una unidad orgánica al sistema, generando conductas que afectan a grandes grupos humanos, es decir cuando tiene efectos políticos.  

El corte que propongo desde los ochenta, omitiendo deliberadamente una visión dialéctica de los factores originarios del proceso, no es del todo arbitrario. En los ochenta aparecen las primeras manifestaciones de la crisis fordista y la incorporación de la robótica en Inglaterra y el primer gran fondo de inversión en Chicago. 
Abstraigo acá el aspecto socio-político de esta revolución, que quizá pueda caracterizarse como revolución pasiva o, peor aun, contra-revolución (Capella). Es decir que postergo la cuestión del papel del Estado, la situación de guerra permanente y los procesos de violencia y exclusión.


Los bienes fundamentales.

Quizá deba comenzar por la cuestión de los bienes fundamentales, los modos de apropiación y las formas de propiedad. Ello porque probablemente sea, para nuestra tradición, el capítulo más importante de la cuestión de la revolución social. Digo nuestra y digo tradición, porque ya está claro que no hay un marxismo; casi se podría decir con Ockahm que no hay una Iglesia, sino fieles.
Capítulo importante, en efecto, porque, para los que pensaban (y aun piensan) la revolución desde el Estado, la primera tarea es la de la expropiación de los bienes fundamentales. Y para los que no pensamos esa centralidad del Estado, esa tarea de apropiación de los bienes fundamentales significa una re-apropiación del trabajo (físico e intelectual) social. Socialismo o comunismo no creo que signifiquen, en lo decisivo, otra cosa: apropiación social del trabajo social o apropiación común del trabajo común. Pasado, presente y futuro.
Para evitar algún malentendido fisicalista diré que los bienes son tales sólo en relación a los hombres, en cuanto los construye epistemológica o “físicamente” y los usa.  
En el modo de producción capitalista, o sea, la apropiación del trabajo ajeno por medio del contrato de salario, los actos de producción son, al mismo tiempo, actos de apropiación o, si se quiere, la apropiación se realiza en el mismo proceso de producción. Hay una unidad orgánica de los procesos que, si la distinguimos, es sólo analíticamente.
Las características de los bienes fundamentales determinan los actos adecuados para su elaboración. Esto parece una banalidad: la tierra requerirá ciertas formas laborales distintas de las que requieren los materiales de la manufactura. Aunque que ello lo haya indicado Marx, no quiere decir más que eso, no demuestra nada, lo quiero hacer constar.
Pero, si hay una unidad orgánica entre actos de producción y apropiación, es evidente que el carácter de los bienes determinará no sólo el modo de producir, sino el modo de apropiación.
Cuando la tierra y su laboreo fue el bien fundamental la apropiación no podía ser otra que la conquista y la ocupación. La ocupación bélica fue la figura jurídica, la forma, legitimante de la “propiedad”. El rasgo de esta propiedad es, si se quiere, política, no privada. No política en el sentido moderno, sino en el sentido amplio de vinculada al poder.
Este modo de apropiación bélica es, a la vez, un modo de producción: el producto de la acción bélica es, para el apropiador, una nueva tierra. Hay un trabajo bélico para obtener un producto. Ese producto, la tierra, no es tal si no se la labora, para lo cual hay que poseerla, es decir, estar en contacto directo con ella. La posesión es el aspecto principal de esa propiedad política.
El ejercicio efectivo de la propiedad es concedido a quien la trabajará o hará trabajar. Se concede, entonces, el uso de la tierra. Es una concesión real o señorial. La figura jurídica se denomina precaria, y el mismo nombre indica su característica. Es evidente que, ni en la forma política ni en el ejercicio efectivo, esta “propiedad” es la propiedad privada que conocemos. No es el derecho absoluto, exclusivo, excluyente, de por vida y hereditario de las leyes modernas.  


El contrato, matriz mercantil de la propiedad privada.

Este último tipo de derecho se origina con el comercio de bienes inmuebles, frutos y productos de la industria humana, las artesanías y manufacturas. Se va consolidando desde las prefiguraciones de la modernidad, dentro del mismo sistema basado en la tierra, pero en los lugares de desarrollo mercantil. El modo de apropiación es el contrato.     
No basta poseer los bienes para poder cambiarlos en el mercado: es necesario que el que los adquiera no sea molestado en su posesión. Para ello el que los quiere cambiar o vender tiene que tener la propiedad absoluta, exclusiva y excluyente de los bienes que trasmite. No puede ser política, sujeta a los vaivenes del poder, ni precaria, sujeta a revocación del rey o del señor. Su propiedad debe ser privativa, debe poder defenderla contra cualquier otro: contra todos. El mercado genera la propiedad privada moderna. Es la matriz mercantil, punto de partida lógico e histórico del capitalismo que analizó Marx.
Para que el productor que va al mercado, o para el mercader, pueda disponer de los bienes es menester que no esté sujeto a la voluntad de otro. Es decir que no exista la dependencia personal, debe ser un individuo libre. El mercado genera al individuo jurídicamente libre. Capaz de convenir con otro los términos del cambio, lo que considere el equivalente del producto que entrega. Dicho de otro modo, que pueda contratar libremente. El mercado genera el contrato moderno. El contrato es la forma jurídica adecuada para el intercambio de mercancías.
Pero el contrato es la forma también en que un productor puede vender su fuerza de trabajo carece, o ha sido despojado, de medios para producir. Por ejemplo, para un campesino, la tierra.
Por medio de esos contratos quién posee dinero suficiente (aquí no nos interesa como lo acumuló) lo puede transformar en capital, adquiriendo los medios de producción y la fuerza de trabajo y organizando esos elementos para la producción. La matriz mercantil, contractual, es el punto de partida lógico e histórico del capitalismo. 
El fin y la finalidad de cada proceso productivo es la realización del producto como mercancía, es decir volver a la forma dinero para ser reinvertido nuevamente como capital.  Ello significa que las mercancías se venderán a través de contratos de venta y la transformación de dinero en capital a través de contratos de compra. Lo que fue el punto de partida ahora es un resultado ampliado del proceso, pues, en principio, los productos contienen más valor (damos por presupuesto el conocimiento de la plusvalía) que al comienzo del ciclo. El capitalismo produce contractualidad, constituye a los sujetos en compradores y vendedores (individuos independientes, sólo relacionados por los contratos, libres y equivalentes en el mercado). El universo social se mercantiliza. Todos los bienes aparecen en forma de mercancías y el proceso general de la producción es una cadena de contratos. La propia tierra se transforma en mercancía y ya no se adquiere por la conquista sino por el contrato. El carácter de los bienes fundamentales ha determinado el modo de producir (la organización del trabajo), que es, a la vez el modo de apropiación, ya que una vez incorporado el obrero a la producción ha sido desapropiado de su fuerza de trabajo, de la que hace uso, consumiéndola, el capitalista.
Pero el carácter de los bienes, lo hemos visto, ha generado la forma jurídica adecuada para que esa fuerza se incorpore sin violencia física al proceso productivo. Esa figura es el contrato de salario, por la cual la dominación que ejerce quien dispone de los bienes fundamentales sobre quienes carecen de ellos, queda oculta.
No me parece necesario volver acá sobre el carácter de la fuerza de trabajo como mercancía, que oculta el hecho de que es una fuerza capaz de producir más valor que el necesario para su reproducción. Pero sí quiero recordar que la hipótesis es que, en principio, el capitalista paga el valor de ella. De modo que el salario da cuenta sin ocultamiento del valor de la fuerza de trabajo, al tiempo que oculta el plusvalor expropiado. Este efecto de aludir y eludir constituye el aspecto epistemológico de la ideología. El salario es una relación social ideológica.
Pero, dije, el salario es un contrato y, el contrato, es una norma jurídica: derecho. El derecho es una relación social ideológica.
El derecho generado en la sociedad civil es lo que da unidad orgánica al sistema. La cadena de contratos, la forma de todos los intercambios por los que funciona el sistema, es lo que provee la legitimidad, o el consenso, que mantiene la inercia del conjunto de los procesos productivos que, dijimos, son a la vez, el proceso de apropiación.
Por lo tanto el derecho es la ideología que sustenta la unidad y el funcionamiento del sistema capitalista. Es una ideología que determina conductas de grandes grupos humanos. Es, por lo tanto, política.

Sin embargo, el hecho de que la contractualidad sea el rasgo dominante de la modernidad capitalista, no significa la desaparición de los modos ni las formas precedentes.
Por un lado tenemos el desarrollo desigual de los procesos históricos: intersecciones de tiempos de desarrollo que dan lugar a formaciones híbridas. Por otro lado, que formaciones desarrolladas conservan, subordinadas, esos modos y formas precedentes. No sólo en cuanto a los modos productivos sino aun en los modos de apropiación y las formas jurídicas.
Así como no desaparecen formas serviles del trabajo, tampoco el modo de producción bélico desaparece, es re-significado, re-funcionalizado y cumple otras tareas. No se trata ya tanto de la ocupación de tierras como de conquista de mercados, para la obtención de materias rimas y para la colocación de los productos. No sólo que las guerras no desaparecen sino que asumen un carácter colosal: se trata de guerras mundiales. Sólo que están subordinadas a los flujos contractuales que caracterizan al capitalismo de matriz mercantil. La propia maquinaria bélica es ahora resultado del modo de producir capitalista.


Dialéctica epistemológica de la ideología

No se trata de una historia o una arqueología de la ideología. Intento una narración discontinua y analítica apoyada en un modelo de trans-formación, de cambio de formas, es decir una dialéctica.   

En realidad todo contrato es ideológico, no sólo el de salario. Más aun, lo es todo el derecho, es decir, también las normas que sanciona el Estado, pues su efecto es el ocultamiento de la desigualdad y la dominación. Esta afirmación no significa un juicio de valor, ideología es un término para designar un fenómeno social. Su utilización en forma peyorativa es un recurso propagandístico, que no tiene nada que ver con la tradición marxista. Al menos no con Marx y no con Gramsci. Es la constatación del aspecto epistemológico de una relación social.
Este aspecto epistemológico tiene sus antecedentes en el pensamiento teológico-filosófico. Se trata de la añeja cuestión de la Fe y la Razón que, al menos en Occidente, cubrió, con alteraciones internas, producto de distinciones y oposiciones, más de un milenio de historia. Tampoco ha desaparecido, se ha conservado bajo otras formas y subordinada a la cuestión ideológica. Cuestión ésta que primero asumió la forma de derecho y luego de publicidad. Pero siempre, como religión, como derecho o como publicidad, con un rasgo normativo capaz de dar unidad orgánica al sistema.
Así la teología fue la madre y la universidad la cuna de la ideología elaborada como derecho.
Un punto de partida histórico fue la fe de los cristianos asumida, digerida, por la Iglesia Romana. Creer para comprender, punto de partida al que se subordina, con Agustín de Hipona, comprender para creer.
La Razón, distinguida de la Fe, fue convocada por los cristianos cultos para entenderla.
Por entonces, por razón se entendía la filosofía, y ésta no era mucho más que la retórica y la dialéctica, entendida ésta como argumentación.
Los teólogos tenían a su cargo la educación: instruir a los nobles, a los propios monjes y a los futuros clérigos. Debían enseñar también las otras de las llamadas artes liberales: astronomía, aritmética y geometría. Dentro de la razón, entonces, una discursiva y otra natural.
El desarrollo de las manufacturas y el comercio exigieron más las segundas que las primeras. Pero también otras con menos abolengo pero más prácticas, por caso, la óptica y la medicina. Aun otras más vulgares: las artes mecánicas, es decir la de los oficios.
Desde el inicio la fe es lo incomprensible y lo que quiere ser comprendido. Quiere ser comprendida la Biblia, los Evangelios y los dichos de los Santos, de cuya verdad no se discute ni se duda. Por la razón discursiva primero y por la razón natural, después.
La palabra escrita tiene la supuesta autoría divina, de quien nadie osa discutir su autoridad. Pero la lectura literal genera obstáculos de comprensión: la retórica ayuda a la lectura y la dialéctica a otorgar coherencia a lo que literalmente no la tiene.
Los esfuerzos llegan a querer comprender por la razón natural: el modo es hacer que lo divino exceda la palabra escrita y comparta su naturaleza con el mundo terreno: el hombre y la naturaleza. Conocer a Dios será conocer a éstos. Para ello, entonces, la razón natural y las artes mecánicas, con Juan Escoto el irlandés. Conocer el mundo va siendo entonces, conocer la divinidad. Comprender para creer.
La incorporación de estas razones cambia, entonces, el contenido de la fe. La divinidad se diluye y se confunde con lo terreno. Pero para seguir creyendo. Las artes quedan aun sojuzgadas a la fe, pero su relación no es pacífica. La distinción razón y fe genera esas tensiones que hacen cambiar el contenido de cada una de ellas. Pero la incorporación epistemológica de las artes mecánicas cambia también la relación entre ambos términos: la fe va perdiendo hegemonía. Los propios teólogos piden libertad de investigación.            
La distinción ha devenido oposición: la duda científica se opone a la fe revelada.
Los fideístas se atrincheraban en la fe, como gracia de Dios, como un misterio que no necesita demostración, un dogma. La distinción/oposición Fe/Razón deviene así oposición Dogma/Ciencia.
La Fe que ya había encontrado en su seno una diferencia: la fe divina (infusa) y la fe adquirida por la prédica y la razón, encuentra su lugar en otra nueva distinción externa a la religión.
La Razón, que había diferenciado la razón discursiva de la razón de la cientificidad simple, también.    
Con las universidades también se había generado el derecho adecuado a las necesidades mercantiles. El derecho asumirá una fe profana, generada en el hombre y no en la divinidad, y una razón instrumental, en los contratos.
Los contratos requieren de la buena fe, la confianza, la creencia de que se cumplirá lo convenido. Será esta fe en los convenios lo que dará luego fundamento al contractualismo. La fe se integra así a una nueva normatividad, secular, profana. Este será en más el fundamento de la propiedad privada adecuada a los nuevos bienes fundamentales.
Serán en adelante los contratos y las leyes legitimadas en un presunto pacto y no las Sagradas Escrituras y los mandamientos divinos los que proveerán el funcionamiento global del sistema.


El consumo y la inversión del ciclo.

Dije que los bienes son tales sólo en relación a los hombres, que los construyen, los producen, los apropian y los usan. El consumo es un uso. El uso que agota el bien como tal.
Dije que el carácter de los bienes condiciona los modos de apropiación. Pero su consumo determina su función económica. Un buey de tiro, que se usa sin consumir más que su energía, es instrumento de producción y, en su caso, capital. Un buey que se come es consumo, improductivo y cae fuera del ciclo económico. Se agota con su consumo, aunque este consumo sea condición de otro ciclo económico.  
De lo que tratamos ahora es de los bienes de la industria del hombre o, mejor, de algunos hombres.
El consumo de esos bienes aparece aquí de dos formas: a) como último paso o acto final (el agotamiento del bien) del ciclo de la producción en general, pero fuera del proceso productivo (se consuma desapareciendo, en un período o inmediatamente), aunque como condición de un nuevo proceso, y b) como finalidad de la producción en general: satisfacción de las necesidades.
En una sociedad de subsistencia, es decir, pre-mercantil, aun existiendo intercambios marginales, el acto final y la finalidad se confunden. Ni siquiera hay un verdadero contrato de compra-venta, se trata de permuta o de dos donaciones recíprocas. Tampoco es necesario ser titular de la propiedad, la posesión equivale a un título (basta con no ser despojado de ella).
Su distinción opera cuando se produce para el mercado. Éste existe antes que la producción  manufacturera, aun más, parece ser él el que, generando capitales suficientes, crea las condiciones para que ella tenga lugar. De allí resultará la matriz mercantil del capitalismo de la manufactura, de la gran industria y del fordismo: es como mercancías que los elementos de la producción se incorporan al proceso.
En esa matriz mercantil, el consumo como finalidad de la producción resta como finalidad ideal: la finalidad real del mercader no es satisfacer las necesidades sino realizar su mercancía, obtener por ella su equivalente en dinero. El consumo, como acto final del proceso general, queda también fuera de actividad económica. Aunque sí el consumo efectivo de lo vendido operará como una renovación de las necesidades y, por lo tanto, futuras ventas. Si ello no ocurre y el mercader repuso su stock no se lo puede comer y quiebra. De modo que la finalidad ideal de satisfacer las necesidades es, para él, una necesidad real. Punto final de la producción en general y finalidad ideal son, en la matriz mercantil, distintos que no se excluyen, coexisten.
Cuando la manufactura, primero y la gran industria, después, requieren el mercado, lo que fue la matriz, punto de partida histórico y lógico (presupuesto del capitalismo) deviene resultado: la forma mercancía es ahora resultado de la producción. Toda riqueza tiene la forma de mercancía, es objeto de compra-venta. Pero los bienes pueden venderse antes de que existan y los pagos pueden hacerse a plazo, la venta y la compra pueden distanciarse en el tiempo, de allí la necesidad de un contrato. Ese contrato significará el desprendimiento de todo derecho sobre los bienes vendidos, su uso y su facultad de venderlos, es decir la propiedad. El contrato constituye, genera la propiedad privada.    
Pero, para el productor capitalista industrial, la finalidad ideal deviene mera ideología, la de los economistas vulgares. La “satisfacción de las necesidades” oculta el proceso que escinde el consumo en consumo productivo y consumo improductivo. Para el capitalista el consumo que satisface las necesidades del obrero es improductivo y está íntegramente fuera del proceso de producción que, para él termina con la realización de sus mercancías, su venta al mercader. 
La división social del trabajo autonomiza, sustantiva, los sectores del capital. El riesgo que genera la insuficiencia o carencia de consumos, lo asume el capital comercial. El capital industrial finaliza su ciclo en la venta al mayorista, el de éste en el minorista y el de éste en el consumidor. Abreviemos considerando al mayorista y minorista como lo que es en conjunto: capital comercial. En su lógica el consumo, como punto final del producto, como agotamiento del mismo, y la finalidad ideal deben seguir coexistiendo. De lo contrario estaremos frente a una crisis comercial.
Pero en el capital industrial la finalidad ideal es ahora la ideología que encubre que su único interés verdadero es el consumo productivo y, en particular, el de la fuerza de trabajo. La escisión de los que, en la matriz mercantil eran términos sólo distintos, en el proceso productivo capitalista, deviene una oposición antagónica entre consumo productivo e improductivo. Porque lo que el capitalista invierte en los salarios que representan el consumo necesario para reproducir la energía laboral, para él significa un gasto que achica la ganancia.


La propiedad financiera.

El capital financiero, con  distintas formas, se origina en los capitales que por algún tiempo no son suficientes para ser incorporados a la producción. De modo que circulan, mientras tanto, como préstamos a interés para ser utilizados por otros. Cumple, por lo tanto, una función especial en la división social del trabajo y, como el capital comercial, también se sustantiva.   
Pero para este capital el consumo no es finalidad ideal y, para él, también el consumo, como agotamiento del bien, es exterior al proceso de la producción. De modo que su lógica o es ni la del comerciante ni la del industrial. Su finalidad real es el consumo de dinero, es decir, lo que no es consumible. El dinero siempre permanece a la espera de bienes que representar o, mejor del valor de los bienes que representará. Su finalidad real es aumentar para representar más valor. Para disponer del dinero no es necesario más que su posesión, no está sujeto a la compra-venta ni a su producción. En el préstamo se dispone de él para su uso temporal y por ese uso se percibe un precio. Los intereses aparecen como frutos de un capital.
Pero los préstamos pueden otorgarse para adquirir bienes destinados al consumo productivo, pero también improductivo. Aquí puede participar de la finalidad ideológica de la satisfacción de las necesidades. Pero para el capitalista financiero el consumo es, entonces, no una finalidad sino un medio. Para él todo consumo es productivo. Medio de generar dinero, de acumulación.
Esa acumulación ha llegado a un punto en que la producción industrial depende de las inversiones del capital financiero. A través de esas inversiones se fusionan, se agrupan, se dividen empresas de todo tipo. Empresas “propietarias” que no controlan su propiedad, son controladas. La propiedad es ahora el control de las ganancias. La propiedad privada clásica queda subordinada a ese control,
La propiedad privada clásica queda para los pobres. Precisamente ese tipo de propiedad privada es el que sirve de supuesta garantía para toda una construcción contractual que genera dinero de manera independiente del valor. Lo que llamamos capitales ficticios y ganancias ficticias.
Consumo de bienes perecederos e imperecederos, consumos presentes y deudas futuras. Estas deudas futuras significan una expectativa de ganancias. Esta expectativa de ganancia es un bien intangible que se negocia, tiene un precio que se contabiliza como un activo, un activo inmaterial. Pero sobre el cual se ejerce un control, y ese control significa toma de decisiones que afectan a grandes grupos humanos en cualquier lugar del planeta. Para que consuman o para vedar el acceso a los bienes.
De este modo las decisiones sobre el control de las ganancias, devienen decisiones políticas no estatales.
El papel del Estado, como el de la propiedad privada que garantizaba, pierde su soberanía y, con ella, su legitimidad: la representación.
El Estado se instrumentaliza ahora para generar deuda, en definitiva, generalmente relacionada a algún consumo. Por ejemplo las infraestructuras para algún mega-proyecto urbanístico o turístico. Y, generada la deuda, es el instrumento por excelencia para recaudar: el Estado es un recaudador de fondos para pagar las deudas, por la vía fiscal o por la disposición de los fondos de pensión.
La generación de la deuda se hace por vía contractual, no así su cobro. Aquí se mantiene la soberanía compulsiva, subordinada a las decisiones del control de las ganancias que no está sujeta a otra legislación que la que convienen los propios ejecutivos de los capitales financieros. No se trata ya de la propiedad privada sino de un uso de hecho sobre los frutos y no sobre los bienes. En su ideología el fruto del capital es la ganancia.
Ofrece, a los que pueden, o creen  que pueden, la “satisfacción de las necesidades” ya, a cambio de un pago futuro. Es decir, a cambio de trabajo futuro. No se trata ya de la promesa de satisfacción futura, al final del ciclo, que ofrecía el capitalismo industrial, a cambio de trabajo presente.
La deuda es, entonces,  una nueva forma de apropiación del trabajo ajeno.
La publicidad para el consumo juega ahora el papel de creador de consenso que estaba reservado al derecho: la publicidad para el consumo es la ideología orgánica que da unidad  al sistema.
Sin embargo la producción, subordinada, pero punto de partida invertido en resultado de la actividad financiera, naturalmente no desaparece, tal como la aparición del capital mercantil no hizo desaparece la renta de la tierra sino que la re-significó. El capital industrial se re-significa en función del capital financiero. Y así como la resignificación de la renta de la tierra, convirtiéndose en industria agrícola, no significó la desaparición de la explotación agraria, tampoco la re-significación del capital industrial, ahora apéndice del financiero, tampoco desaparece la explotación industrial. Y la explotación industrial depende del consumo productivo.
El consumo productivo requiere bienes materiales: minerales, combustibles, por caso.
Dijimos que para explotar la tierra es necesaria la posesión, no basta el título. Los minerales y los combustibles, sobre todo para la energía que reemplaza la energía animal y humana, se hallan en la tierra o en el agua. Para obtenerlos es necesaria la posesión física. Y, vimos la forma de apropiarse de estos bienes es la ocupación. No bastan los contratos si no hay posesión efectiva. La ocupación, que con el colonialismo sirvió para generar mercados para el capital industria, en un sistema global a-legal, como el que rige con el capital financiero, hace aflorar su viejo acompañamiento bélico.
De allí el estado de guerra permanente, en la revolución permanente.
Pero el papel que cumple la guerra no es solamente el de la obtención de los materiales estratégicos, garantiza el efecto de la publicidad como ideología orgánica. Así como la fuerza fue, y es aun, la garantía del derecho. Y también, como la del Estado, pretende el monopolio. Obama fue muy claro: hacemos lo que nos proponemos y en cualquier lugar del mundo.
Dado que, dijimos, al capital financiero le interesa el consumo sólo como instrumento de generación de deudas que originen ganancias hoy, gran parte de la humanidad queda fuera de él y los que están dentro consumen lo que la publicidad señala (lo que se produce para obtener ganancias a cualquier precio). De modo que tanto para lo que consumen mal, como para los que no consumen, la publicidad pierde efectos: sus promesas no se cumplen. Pues bien, a esos hay que mantenerlos a raya. Entonces Bin Laden sirve no sólo para señalar el monopolio de la fuerza, sino para mantener el control de las poblaciones: se refuerzan las medidas policiales de seguridad. 


Los usos y los sueños.

Si lo que vengo exponiendo es coherente, entonces habrá que picar la lucha contra alguna propiedad privada, en este contexto. Es probable, entonces, que se trate más de una pelea por los consumos que por la propiedad. Un consumo es un uso, el que agota una cosa. Se trataría entonces de la pelea por los usos de los bienes, de todos los bienes, pero en particular de los bienes, hoy, fundamentales, que son, precisamente, los que no se agotan con su uso: los intangibles, inmateriales.
Usos sociales, de hecho o de derecho, co-operativos.  
De hecho esa pelea ya comenzó por la apropiación de las comunicaciones, su uso.
Es decir comenzar por el final del ciclo de la producción en general, ya que la relación se ha invertido. Comenzar por la promesa de la finalidad ideal y hacerla realidad. Pero íntegra, no recortada a la propiedad de los bienes. Satisfacer, si es esa la palabra, también los sueños, que no se cuantifican. Se cuantifica el “crecimiento”, el PBI, lo que acumula más miseria, degradación de la humanidad, es decir de toda la naturaleza descubierta e inventada por la especie humana. La apropiación de los bienes, que son tales si lo son para los hombres, es la lucha por la vida, y la vida humana, en definitiva, es su proyecto, su imaginación, sus sueños de dignidad.    



 
Edgardo Logiudice
Mayo 2011.

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