viernes, 13 de mayo de 2011

El derecho como ideología orgánica del bloque histórico. Herética gramsciana.


En agradecimiento a los doctores Beatriz Rajland, Mabel C. Thwaites Rey y Claudio Martyniuk.



Lo ético-político.


En la vertiente gramsciana de la tradición marxista se apela a menudo a lo ético-político como espacio de construcción de una re-evolución de las relaciones sociales. Es lo que, en la misma vertiente, llamamos “reforma intelectual y moral”. Se trata del aspecto activo o proyectual donde, en la unidad orgánica del hacer-conocer conocer-hacer, el acento es puesto en el hacer del presente en relación al futuro pensado.
Si esto es así, entonces parece obligatorio reflexionar sobre las determinaciones específicas de ese genérico ético-político.
Creo que este camino nos orienta hacia el derecho, en tanto éste es una forma históricamente determinada de la normatividad. En efecto, si distinguimos analíticamente lo que aparece como un sintagma, nos hallamos frente dos formas de normatividad: la ética y la política, donde la ética está anunciando una forma distinta de la política tal como ésta se halla entendida comúnmente.
La política es entendida generalmente en relación a lo estatal. Es decir, a disposiciones que afectan las conductas de grandes grupos humanos, originadas en un conjunto de relaciones sociales normadas. En el estado moderno el Estado de Derecho, que es entonces también un conjunto de normas jurídicas a través de las cuales se definen las conductas que son objeto de aquellas disposiciones.
Si esto es así, entonces también parece obligatorio analizar esta forma histórica normativa que conocemos por derecho.
Esa obligatoriedad no es sólo un requerimiento “teórico”, sino precisamente ético, si es que efectivamente la tradición se trata de una praxis trans-formadora y, su filosofía, la de tal praxis. Es decir, intentar conocer y proyectar formas distintas que serían al menos probables de implementar. Adecuar las probables normas a los objetivos éticos de los proyectos, también probables. Es decir sujetos a la crítica de su coherencia (lógicas) y a los resultados de sus intentos (ensayos y errores).
En mi opinión, en ese cometido, es posible asentarse en algunos resultados de la misma vertiente gramsciana. De modo que mi exposición deberá abordar el conjunto normativo que llamamos Estado en el momento actual; el concepto de ideología orgánica en relación al derecho y, por lo tanto a ese conjunto normativo y, finalmente, las formas normativas en un proceso de trans-formación proyectable.


Estado de la autoridad y la potestad del Estado.

Creo que hemos pasado un buen período mentando el achicamiento, el retiro, el abandono, del Estado. Así se ha hablado y se habla con acentos positivos en los liberales y acentos negativos desde un sector de la izquierda inercial. Dejo de lado aquí algunas confusas versiones libertarias y otras más confusionistas versiones como las de Negri.
Si las primeras han persistido en no analizar la determinación histórica del Estado haciendo de él una hipóstasis o, como decía Marx, construyendo acríticamente una abstracción en base a una mala empiria, las segundas no han analizado tampoco ese conjunto de relaciones social-normativas sino en su expresión retórica, a través de la lingüística y de paradigmas históricos evocados ad hoc. Aun si muchas de estos recursos metafóricos tienen una fuerte carga de denuncia poniendo de relieve la orfandad ética del sistema, no se distinguen por bucear en las probabilidades de alguna nueva construcción colectiva.
Lo cierto es que la crisis financiera ha puesto de relieve nuevamente la cuestión del Estado. Es entonces cuando surgen reacciones en el campo de los conflictos ideológicos. Las respuestas proyectuales a la crisis.
Entonces aparece una nostálgica versión de Keynes, pero también una nostálgica versión de Marx, frente al desbarranco de lo que se llama neo-liberalismo.
La versión de Marx respecto al Estado que se trae ahora es la posterior al Manifiesto de los comunistas, cuya elaboración posterior fue la llevada a cabo tanto por las vertientes llamadas reformistas como revolucionarias: un instrumento. Versión que a lo sumo fue legítima en algunos tiempos y en algunos lugares. No ya cuando Gramsci podía distinguir en la cuestión del Estado en las situaciones que llamaba  de Oriente y Occidente.

Las pretendidas autocríticas de los llamados neo-liberales no sólo son lamentos como los del profeta Jeremías, sino que ocultan también que es lo que se entendió y se sigue entendiendo por regulación o intervención estatal. Cuando antes decían que el Estado no debía regular ocultaban que estaban interviniendo a favor (o más que a favor, por decisión) del capital financiero y el complejo industrial-militar, a través del manejo de la tasa de interés por ejemplo. Lo que se ocultaba, en nombre de íconos del liberalismo no por desfasados menos genuinos, se pretende ocultar ahora con la figura de Keynes y, como dije, hasta de un Marx de medida. En ninguno de ambos casos se enuncian las circunstancias específicas, económicas, sociales ni políticas en que aquéllos actuaron. Se trata de una manipulación ideológica que apela más a las creencias que a los conocimientos científicos o de análisis crítico.
Estamos entonces frente a una elaboración ideológica que cristaliza su matiz ocultador en normatividad jurídica, en un arco que va desde simples controles hasta supuestas expropiaciones, nacionalizaciones o estatizaciones.
Las expropiaciones de bancos y fondos públicos no son sino transferencias.
Transferencias en el espacio social y en el tiempo. En el espacio social con la apropiación del trabajo colectivo acumulado en los fondos públicos con los que se saldan las pérdidas. Los impuestos ya recaudados con los que se constituyen las reservas.
Transferencias en el tiempo, también social, ya que se constituyen nuevas deudas que serán pagadas con trabajo social futuro a través de más impuestos. 
Se trata de un cosmético de la misma ideología consumista de las minorías. Porque no se propone una regulación igualitaria ni equitativa de los consumos sino sólo evitar que caigan los que ya existen. Los consumos virtuales del derroche. Las bajas de las tasas de interés tienen la finalidad de reactivar lo que existía: ningún proyecto alimentario. La FAO sigue brillando por su ausencia. Por ahora ningún proyecto de bajar el gasto militar. En plena crisis otro conflicto con Siria.
Por lo demás el proceso sigue generando mayor exclusión (desempleo) y pobreza (desalojos). Exclusión y pobreza que se potencian porque al apelar a los fondos públicos para los “salvatajes” (sea del tipo escandinavo o norteamericano) éstos merman en detrimento de las políticas sociales. Al singular hombre medio de a pié la ingeniería financiera lo deja sin sus ahorros por quiebra y lo deja sin los ahorros públicos de los impuestos que pagó, porque éstos van a salvar la quiebra que lo despojó. Nada de esto tiene que ver con Keynes ni con Marx. En todo caso ellos servirán para un buen negocio editorial. De paso puede ser que alguno se desemburre un poco.

En estas circunstancias el papel del Estado tomando decisiones es bastante débil, a no ser que sea para convalidar decisiones políticas últimas que se toman por fuera suyo.
Su potestad está bastante mermada. Pero también su autoridad. No sólo por la llamada “crisis de representatividad”, que no es sino la crisis de la representación política en virtud de las transformaciones habidas en el funcionamiento de la sociedad burguesa, sino porque ya el Estado es concebido de otro modo por sus mismos protagonistas.

No se trata ya del bien común ni la voluntad general ni la universitas civium de las comunas italianas medievales como discurso legitimador. Se trata de aquéllo de que los partidos no pueden sacar los pies del plato y se denomina “políticas de Estado”. Cuando las AFJP dejan de ser el gran negocio o se avizoran sus quiebras, a pesar del subsidio estatal (también con los ahorros públicos, particularmente de los impuestos al consumo) todos están de acuerdo en que hay que “estatizar”. El problema no es que no funcionen bien para los “beneficiarios”. Si así fuese la primera preocupación estaría en los que están en el sistema de reparto. El problema es que ya no es negocio porque hay que bajar las comisiones. La diferencia luego está en como se gestionan esos fondos.
Allí las decisiones últimas tampoco surgen del Estado. Están determinadas de antemano por el estado de endeudamiento y el requerimiento de “honrar la deuda”. O, más eufemísticamente la política de “desendeudamiento”.
Ni potestas ni auctoritas, características de la soberanía estatal.   

La situación nos conduce entonces, creo, a dos cuestiones: a revisar nuevamente el carácter del Estado actual y a la relación ético-política respecto a él. En el conocimiento-acción y en el acción-conocimiento, comenzando analíticamente por el primero.


La (s) ideología (s) orgánica (s).


En la distinción gramsciana entre ideologías orgánicas e ideologías arbitrarias o coyunturales, el derecho debería ubicarse como una ideología orgánica.
En esa distinción la ideología orgánica es la que cohesiona la unidad del bloque histórico.
En las relaciones sociales ideológicas, de las que el derecho es, aunque no única la más evidente, sólo analíticamente podemos distinguir el aspecto gnoseológico de las prácticas. La relación constituye una unidad orgánica de conocimiento y práctica. Una praxis en pleno sentido de hacer-conocer y conocer-hacer. El conocer se construye en el hacer. El conocimiento, aun en sus formas más simples (aun más simples que la creencia ingenua de Bourdieu) provee el telos a la acción. La acción supone un propósito (conciente o inconsciente), una norma de disposición de las conductas orientadas a un logro.
La norma de disposición de la conducta puede ser autónoma o heterónoma. Por supuesto que tal autonomía o heteronomía es siempre relativa en relación a las acciones de los demás, por cuanto los hombres viven en sociedad. 
La división social, entre dominantes y dominados o gobernantes y gobernados, supone la existencia de relaciones que son relativamente autónomas para los dominantes y relativamente heterónomas para los dominados.
La permanencia de estas relaciones supone una relación de fuerzas que, si no es mantenida por la coacción violenta o la aplicación directa de la fuerza, se sostiene en un alto grado de consentimiento o asentimiento. Lo que llamamos consenso.
El mayor o menor grado de consenso sostiene la posibilidad de que prive una u otra ideología política, social, económica, jurídica. Estos aspectos también se hallan en una unidad orgánica con mayor o menor coherencia, mayor o menor grado de creencia o fe, de mayor o menor elaboración, de mayor o menor conocimiento. También mayor o menor capacidad de adecuación a las circunstancias históricas de que es también parte orgánica. Estos distintos grados conformarán la capacidad hegemónica en la relación de competencia o conflicto entre las ideologías. En este lugar se conforma el modo de producción ideológico que determina las formas políticas. En este modo de producción ideológico funcionan hoy, además de los partidos políticos cuyo propósito manifiesto es alcanzar el nivel de productores directos jurídico-institucional (legisladores o funcionarios), los grandes medios de difusión, los lobistas, las ONG, sin perjuicio de las tradicionales, como la (s) iglesias (s), los sindicatos y las corporaciones.   
Haciendo un corte en un período histórico de lo que denominamos modernidad, las leyes originadas por el sistema instituido de normas que denominamos Estado poseen mecanismos de legitimación que generan y reproducen el consenso. Es decir, esas leyes son la cristalización de las ideologías políticas, sociales, económicas y jurídicas cuya unidad orgánica es hegemónica. Los mecanismos de legitimación conforman el modo de producción jurídico-político, que condiciona el conjunto de las relaciones en que se realiza la producción de bienes y las formas sociales que aquéllas determinan. Aquí hallamos a los productores directos de leyes, decretos, resoluciones, dictámenes. En suma, normas jurídicas en las que cristaliza un conjunto ideológico. Conjunto ideológico cuya mayor o menor coherencia y adecuación reproduce la legitimidad de determinadas relaciones de gobernabilidad, es decir, de dominación. 
El derecho constituye así la ideología orgánica que cohesiona el conjunto del bloque histórico.
Digo que la ideología hegemónica cristaliza en el derecho y deviene orgánica porque no se me ocurre expresión metafórica mejor. Se trata de la formalización sistematizada de normas que se respaldan en una organización tal que determinados individuos  singulares son investidos del privilegio de ejercer las sanciones que definen la licitud de las conductas. Un robo es un robo cuando está sancionado pero, además, cuando la coacción sancionatoria es efectiva.
Cuando no hay fuerza o consenso para ejercer la violencia autorizada se debilita el carácter cohesionador de la ideología orgánica. Así sucede cuando lo que llamamos Estado es privado de los medios para ejercer el poder sancionatorio.
Pero el poder sancionatorio no es más que la violencia legítima, esto es, autorizada por el sistema de normas que reconoce un auctor considerado legítimo. Cuando la violencia no reconoce esa auctoritas pero no obstante funciona determinando conductas, por ejemplo a través de las deslocación de empresas, fuga de capitales, desvalorización de las  monedas, etc.,  entonces también el derecho pierde su carácter cohesionador.
Otras ideologías asumirán ese carácter acudiendo, por caso, a identificaciones étnicas, religiosas, idiomáticas, históricas o tradicionales. La dominación y la resistencia puede entonces tornarse más oscura, más ancestral. Pero nada obsta a que esto pueda ser también manipulado.


Reproducción de la legitimidad.



Leyes o resoluciones jurisprudenciales o interpretaciones doctrinarias provistas de auctoritas, son cristalización de ideologías. Pero las normas, además de disponer y tipificar conductas, son descripciones abstractas de relaciones sociales que se hallan en acto, cuya enunciación, seguida de la amenaza de la sanción en caso de incumplimiento, le provee la potencia necesaria para su reproducción. Estas relaciones sociales en acto, en las sociedades de intercambios mercantiles, son los contratos. Los contratos realizan el derecho. Son el derecho vivo. A través suyo se reproduce la ideología que cohesiona el conjunto del bloque.
Si el Estado es el conjunto de normas jurídicas, es entonces la forma de la ideología hegemónica que funciona como ideología orgánica.
Si esto es así, entonces el Estado se reproduce “en hueco” en cada contrato, puesto que cada contrato supone la sanción por incumplimiento que no es sino la función ideológica del Estado como garante del cumplimiento de la obligaciones mediante el uso legítimo de la fuerza.  
Es verdad que los contratos se cumplen sin tener a la vista esa amenaza sino fundamentalmente en virtud de la razón instrumental. Pero la forma contrato supone una legitimidad en la que el Estado ya está incorporado como auctor de la norma que la garantiza. Que transforma lo que se actúa como derecho en una obligación, en un deber.
Un deber, precisamente, porque la norma es, para las partes, heterónoma y su heteronomía reside en la potestas del Estado: el uso de la fuerza legitimado. Allí donde la “fuerza-de-ley” que provee auctoritas deviene “legalidad-de la-fuerza” que provee potestas.  
Claro que si ésto es así, entonces existirá una relación entre la densidad contractual y la legitimidad del orden establecido que los contratos reproducen. Podríamos decir que a mayor contratación, mayor legitimidad y a la inversa. No sería de extrañar, entonces, que el consenso fuese mayor en los sectores de mayor consumo y, a la inversa, mayor indiferencia por la legitimidad en los que están excluidos de la contratación. Quizá por aquí podamos tener una pista sobre la “crisis de representatividad”.
Si lo que vengo diciendo es acertado, entonces, para los sectores demorados o excluidos de la contratación, la ideología orgánica que cohesiona el bloque habrá de debilitarse. No será tan sólido el “imperio de la ley”, cosa por lo demás evidente.
No se trata de afirmar acá que el crecimiento del delito tiene su fuente en la pobreza, sino que en los sectores desfavorecidos (como los denomina Rawls) la ideología orgánica no halla forma de reproducirse por carencia de contratación.
No se trata de delitos o ilícitos, acciones violatorias de la ley. Se trata de acciones no contractuales. Una usurpación o un hurto es una forma de adquisición no contractual.
Pero el descenso de las conductas contractuales hace aparecer aquello mismo que el contrato oculta. La desigualdad entre los contratantes. La exclusión de la contractualidad  deja así desnuda la relación de dominación que el contrato elude.
Fuera del contrato la relación sólo deviene relación de fuerza. Las formas violentas de dominantes y dominados. Reaparecen formas arcaicas de dominación y resistencia.
Entre ellas las formas religiosas. Gobiernos teocráticos de Oriente y Occidente no asentados tanto en la fe como en el saqueo de recursos naturales. El Destino Manifiesto de los Estados Unidos, huele bastante religioso: a las religiones de predestinación.
     


La proyección.

Frente a ésto el empeño ético resulta insoslayable. La dificultad reside, me parece, en las acciones colectivas proyectables.

El contrato es el continente secular de las aspiraciones de igualdad y libertad, despojadas del velo religioso-teológico. Diversas herejías fueron expresión de esas aspiraciones éticas. Parece que herejía etimológicamente significa libre elección y, en definitiva, el cristianismo no fue sino una herejía para los judíos. Como lo fueron los reformadores para la iglesia católica. Mucho más los librepensadores.
Pero en sociedades de dominación la libertad no está repartida igualitariamente, pese a la ideología del liberalismo. Sólo aparece así en la ideología orgánica que es el derecho moderno. De modo que ese continente secular oculta su contenido. No obstante, el contrato contiene en potencia relaciones no heterónomas, es decir, de no dominación. Las contiene como un aspecto de la ideología, como una creencia, no religiosa sino secular. Creencia es aquéllo que, no sujeto a crítica, se acepta como supuesto. Las relaciones no heterónomas son autónomas. Las aspiraciones de libertad e igualdad son aspiraciones de generar normas de no dominación. El contrato es una forma de normatividad que contiene en potencia, no aun en acto, relaciones de no dominación. Si a través suyo se reproduce la ideología hegemónica es también a través suyo que se han mantenido las aspiraciones de no dominación. Se trata de opuestos en una unidad.
Si esto es así, quizá otra normatividad se pueda generar desde otra construcción que ponga el centro en la autonomía sin perjuicio de que, cuando se puede (es decir, cuando hay relación de fuerzas suficientes) se pelee aun desde algunos bordes del sistema estatal.
Creo que habría que distinguir entre la lucha ideológica (el plano de la reforma intelectual y moral) en el que es obligatorio, como condición de la autonomía, denunciar el carácter del Estado en las condiciones actuales, y el plano de las acciones colectivas. Normalmente éstas se desarrollan por fuera y muchas veces contra la normatividad estatal, pero no me parece mal tampoco afectar recursos entendidos como del Estado. Esto es, la lucha ideológica, aun dentro el sistema de relaciones organizadas normativamente. Es una cuestión de relaciones de fuerza.
Contra el Estado se entiende la lucha ideológica propiamente dicha, es decir de denuncia y por la hegemonía. No la anarquía sino la autonomía.
Se trata de generar otras relaciones sociales no en el falansterio pero sí con formas de organización autónomas del Estado. Si el derecho positivo es la ideología cristalizada que funciona como cohesionadora del bloque, de lo que se trata es de cambiar la ideología asentada en otras relaciones sociales menos heterónomas. Eso no significa asambleísmo a ultranza ni horizontalidad a ultranza, pero sí demistificar las formas representativas, generando controles, cargos renovables y rendiciones de cuentas. Generar la delegación, el mandato no representativo revocable. Otra normatividad no quiere decir inventar normas sino criticar los supuestos y re-significar, re-funcionalizar la normatividad sobre otros supuestos.
Si a todo esto le queremos llamar Estado, no hay problema. Pero entonces debemos aclarar que está re-significado, refuncionalizado y que no requiere la sacramentalidad representativa. Sí que tiene que ser técnicamente electoral, pero no necesariamente en el espacio dado y propuesto por el derecho, es decir los mecanismos del sistema representativo electoral. Trátese de aparatos propiamente estatales o aparatos corporativos, como los sindicatos, las cooperativas, etc.

Si se trata de la lucha ideológica, dado que el acento es de su crítica,  pueden tener mayor relevancia las cuestiones más generales: la paz, la pobreza, la destrucción del planeta.
Tratándose de lugares específicos, esas grandes cuestiones funcionan sólo como rumbos, pero las respuestas que, en definitiva son creaciones normativas, no pueden ser sino específicas. Eso es generación de otra normatividad y, por lo tanto de otra forma de organización “pública”.
La crítica no debería tener como propuestas meras consignas genéricas, puesto que se trata de generar normas adecuadas a transformaciones probables. No digo posibles, porque la posibilidad normativa queda circunscripta a la ideología orgánica. Lo probable exige un grado de racionalidad que la excede, pues critica sus supuestos.

Creo entonces que enfocar la cuestión del Estado desde el punto de vista de sus mecanismos ideológicos cristalizados significa desintegrar su carácter de hipóstasis, de persona portadora de un misterio, ya no religioso sino secular. Precisamente el Estado se presenta, en virtud del contenido teológico de la representación, que sustenta el derecho como ideología orgánica, como Persona. Es el elemento teológico superviviente en la razón instrumental.

He querido con lo dicho traducir la distinción gramsciana entre ideologías orgánicas y coyunturales. Quizá sea hereje asociarlo a las normas, pero me resisto tenerlas como dogma. Si el ensayo es fecundo o no lo dirá la prueba del error.

Edgardo Logiudice
Noviembre 2008.   

lunes, 9 de mayo de 2011

Pobreza y propiedad. Hipótesis, sobre la propiedad de los productos de la industria del hombre, el uso y el consumo. Una disputa teológica.


Es ésta una reflexión sobre cosas tan prosaicas como los caracteres de los bienes que, siendo logrados por el hombre, le rodean, condicionando su pensar, su decir y su propio hacer.


La cuestión.

Hay un episodio de la historia de los franciscanos en que la pobreza se convirtió en moneda de pago de la propiedad privada moderna.
Giorgio Agamben lo relata, a su manera, para indicar un paradigma de la actual desposesión del uso común de los bienes. Consecuente con su concepción de la historia o, dicho como suele hacerlo, arqueología, halla en la posición del papa Juan XXII en el episodio, una profecía inconsciente de lo que hoy sucede con el consumo. El papa decía que no había uso separado de la propiedad. El uso de un bien consumible es el propio consumo, por lo tanto el que consume debe ser propietario. Por ello, hoy, la infelicidad de los que consumen se funda en que se creen propietarios.

Se trata de una disputa, formalmente teológica, con Guillermo de Ockham, en la que el papa condena el uso de hecho común que, de los bienes, hacían los franciscanos, en la Bula Ad conditorem canonum de 1322.
La evocación es muy sugerente y, quizá, su construcción histórica coadyuve a desentrañar algunos elementos de la profecía presentada.

Intentaré, por ello, señalar que la disputa concierne a la forma jurídica de la mercancía, es decir a su modo de apropiación que determina su forma de propiedad; la propiedad privada contractual. La forma de propiedad moderna contra la que se alzaron los movimientos socialistas de los siglos XIX y XX.
Este sintagma (propiedad-privada-contractual) pretende señalar su distinción con el dominio propio del régimen de señorío sobre las tierras, característico de las economías agrícolas, fundado en la conquista y la ocupación. Dominio que, por lo tanto tiene carácter de soberanía política. Distinguiéndose también, por lo menos, de las nuevas formas de propiedad actuales sobre los bienes intangibles, inmateriales o incorpóreos. En las que lo apropiable ya no se concibe como relación entre hombres (individual o colectivamente) y cosas (bienes muebles, inmuebles o derechos), sino con los beneficios esperados. Es decir, no se trata de una propiedad privada, ni personal ni colectiva, sino abstracta, sobre resultados de una combinación de negocios. Un uso de hecho de recursos formalmente contractuales no necesariamente apoyados en la ley ni ilícitos, sino a-legales.
La propiedad privada contractual, clásica para nosotros, es la propiedad de matriz mercantil-capitalista, objeto de la crítica de Marx.


Francisco de Asís y los menores.

De antaño existían grupos que, frente al mundo hostil de las guerras y la servidumbre, optaban por vivir alejados de él, solos o en comunidad, bajo una serie de normas más o menos ascéticas. Cenobitas o ermitaños buscaron su libertad en una vida espiritual despreciando los bienes materiales.
Los siglos XII y XIII son reconocidos por los historiadores como un momento de renacimiento de las ciudades al impulso del comercio y las manufacturas, una transformación considerable en la agricultura, crecimiento demográfico, conformación de ciudades-estados, fuertes cambios técnicos, culturales, artísticos y religiosos. En suma, grandes mutaciones en las relaciones sociales y en el modo de vida.
Señala la tradición franciscana que nace en Asís, en 1181, Giovanni Bernardone, hijo de un rico mercader y una noble provenzal. De los viajes a las ferias de Francia con su padre deviene su gusto por el francés, por lo que será llamado Francesco.  
Joven de vida dispendiosa se aventura en un par de campañas militares, en la última de las cuales, la visión de un leproso despierta su vocación de servir a Cristo. Con esa llamada, peregrina a Roma. Vio que los pobres dejaban sus limosnas en la tumba de Pedro, vació él también la suya, intercambió sus ropas con un andrajoso mendigo y durante el resto del día guardó ayuno entre la horda de limosneros. Se convierte así en il poverello.
Algunas comunidades de cristianos se habían dado algunas reglas de vida en común, entre ellas la benedictina. Más éstas habían convertido ya sus monasterios en grandes señoríos donde los monjes usufructuaban el trabajo servil. Oraban, estudiaban, pero no predicaban. Caídos en desprestigio por sus riquezas y enclaustrados, no despertaban el entusiasmo de las gentes de las nuevas ciudades, ni el de la propia iglesia romana que no acababa de hacer pié en las nuevas circunstancias históricas. 
Francisco, con algunos amigos, canónicos y magnates, optan por salir al mundo, a las nuevas ciudades a predicar las virtudes de la pobreza, la penitencia por los apetitos  carnales, la paz y el amor fraterno. Llámanse, entonces, hermanos o frates.  
Llegados los miembros a doce, como los apóstoles, Francisco decidió escribir una Regla, que lleva a Roma para lograr la aprobación del papa Inocencio III, quién, aunque no escrita, se la confiere. Nace así la orden de los hermanos menores.
Pronto viajó a Bologna Bernardo de Quintavalle, un magnate de Asís, que fue el primero que se unió a Francisco.
Su ubicación, en los lugares de la ciudad algo alejados de las iglesias, donde el clero secular no llegaba, y el altar móvil que, á diferencia del altar fijo les permitía oficiar casi en cualquier lugar, posibilitó su espectacular propagación.
Un hecho nos pone frente a las dificultades que afrontaría el carácter ambulatorio de la prédica.
Una joven vecina de Asís, Clara Scifi, hija de un rico conde, oye un sermón de Francisco y, con algunas compañeras, se pone a su servicio. Visita a il poverello en la capilla, don éste, tras cortarle el cabello, la viste con una basta túnica y un grueso velo.
Francisco escribe para ellas una Regla y nace así la Orden de las Damas Pobres, después Clarisas.
La Regla contenía la promesa de vivir pobres y encerradas. Naturalmente requerían de un lugar de asentamiento para su clausura. Aparecen así, en la obra de Francisco, los conventos. Para ellas fueron provistos por reyes, reinas y mujeres de la nobleza que donaban sus dotes y testaban a cambio de algún lugar de enterramiento.
Su contacto con el exterior y sus provisiones quedaron a cargo de los franciscanos.
Pero pronto también la numerosa cantidad de hermanos menores requirió medidas de organización y localización. Así lo hicieron al pié de los burgos donde solían predicar.
De esta manera muchos mendicantes ya no eran predicadores ambulantes, sino tenedores en comunidad de bienes muebles e inmuebles.
Esto significó, aun en vida de Francisco, una diferencia entre los conventuales y los espirituales, que reprochaban a aquéllos, una vida cómoda y falta de vocación por la pobreza evangélica.
Naturalmente el papado no podía ser ajeno a estas cuestiones. Por un lado, los frailes competían con el clero secular de las iglesias, al punto de establecerse en qué lugares aquéllos no podían oficiar. Por otro, los conventos se iban asemejando a los viejos monasterios. De modo que los conventuales eran criticados, a la vez, por los espirituales y el clero secular que, a su vez, era criticado también por los espirituales.
La iglesia romana, que auspiciaba las órdenes mendicantes, tenía ahora abierto dos frentes.


La Regla no bulada.

Pero veamos ahora de que se trataba originariamente la Regla de la mentada pobreza franciscana que, en el camino, junto a las disputas teológicas, se llevaría a algunos con quemaduras de tercer grado. El fuego de la hoguera purifica el dogma, lo libra de herejías.
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Francisco había escrito en 1209 la Regla que el papa había aprobado de palabra. Por eso se la conoce como no bulada, por oposición a la que, en 1223, aprueba Honorio III por medio de la bula Solet Annuere. Esta es la regla oficial en la que fueron salvados ciertos rigorismos, tales como el deber de odiar al padre y a la madre, que Francisco había copiado el Evangelio de Lucas. También los preceptos referidos a las relaciones con las mujeres: la primera epístola de Pablo a los Corintios amenaza con pena de destrucción divina la violación del deber de mantener puros los miembros.

El que quería integrar la comunidad debía vender todas sus cosas y distribuir todo a los pobres. Debía también guardarse de “recibir dinero alguno ni por sí mismos ni por intermediarios. Sin embargo, si lo precisan, por causa de esta necesidad, pueden los hermanos recibir, al igual que los otros pobres, las cosas necesarias al cuerpo, excepto el dinero”.

Por toda ropa podía tener “dos túnicas sin capucha, el cordón, los calzones y el capotillo hasta el cordón”. Podían, eso sí, “con la bendición de Dios, remendarlas de sayal y de otros retales”.

Libros podían tener, pero sólo los necesarios para oficiar. A los laicos que sabían leer les estaba permitido tener el salterio. “Pero a los demás, ignorantes de las letras, no les está permitido tener ningún libro”.

Trabajar podían en lo que supiesen. “Y por el trabajo puedan recibir todas las cosas que son necesarias, menos dinero”.

En esto la regla era terminante: “ninguno de los hermanos, dondequiera que esté y dondequiera que vaya, tome ni reciba ni haga recibir en modo alguno moneda o dinero ni por razón de vestidos ni de libros, ni en concepto de salario por cualquier trabajo; en suma, por ninguna razón, como no sea en caso de manifiesta necesidad de los hermanos enfermos; […]”.

Por ello, cuando fuera menester podían ir “por limosna como los otros pobres”.

Pero la limosna que recibieran no podía ser en dinero. “Y si acaso […] ocurriera que algún hermano recoge o tiene pecunia o dinero, exceptuada tan sólo la mencionada necesidad de los enfermos, tengámoslo todos los hermanos por hermano falso y apóstata, ladrón y bandido, y como a quien tiene bolsa […]”. Y los hermanos de ningún modo reciban ni hagan recibir, ni pidan ni hagan pedir, pecunia como limosna, ni dinero para algunas casas o lugares; ni acompañen a quien busca pecunia o dinero para tales lugares  […]”

Conforme a la regla, el goce consiste en la pobreza. “Y deben gozarse cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con los pobres y débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los caminos. Y, cuando sea menester, vayan por limosna. Y no se avergüencen […] Y cuando los hombres los abochornan y no quieren darles limosna, den por ello gracias a Dios […]. Y la limosna es la herencia y justicia que se debe a los pobres adquirida para nosotros por nuestro Señor Jesucristo”.

Y así debían andar mendigando, predicando y a pié: “Cuando los hermanos van por el mundo, nada lleven para el camino: ni bolsa, ni alforja, ni pan, ni pecunia, ni bastón (cf. Lc 9,3; 10,4; Mt 10,10) […] Ni les sea permitido cabalgar, a no ser que se vean obligados por la enfermedad o por una gran necesidad”.


No llevar bolsa, pues Jesús no la llevaba. Los dineros de las limosnas para las necesidades de los apóstoles, si es que no eran para los pobres o enfermos que atender, iban en la bolsa de Judas.
Pero el despojo de los bienes es tan absoluto que no deben llevar consigo ni siquiera pan.

Ya en 1210 Masseo mendigaba con Francisco. En Las florecillas de San Francisco,obra literaria del mil trescientos, se narra que al cabo de un día el santo, “de escasa apariencia y pequeña talla”, había obtenido unos pocos restos de pan seco, mientras que Maseo, “de atractiva presencia física”, hasta panes enteros. Visto lo cual Francisco dijo “no somos dignos de un tesoro tan grande”, respondióle Masseo “¿cómo se puede hablar de tesoro, donde hay tanta pobreza y donde falta lo más necesario? Aquí no hay cuchillo ni mantel, ni tenedor ni cuchara, ni casa, ni mesa, ni criado ni criada”.
Y Francisco reflexiona: “Esto es precisamente lo que yo considero gran tesoro, el que no haya aquí cosa alguna preparada por industria humana, sino que todo lo que hay nos lo ha preparado la santa providencia de Dios, como lo demuestran claramente el pan obtenido de limosna, la mesa tan hermosa de piedra y una fuente tan clara.”
Verdadera o no la reflexión de il poverello muestra el espíritu de algunos seguidores todavía un siglo después: La riqueza apreciada es lo que Dios le ha provisto, la providencia divina es gratuita, la limosna es la justa herencia adquirida por Jesús para los pobres. La piedra y la fuente son la prueba de la providencia. Ninguna cosa provista por la industria humana lo es, esta riqueza es despreciable.
Lo único necesario está provisto por Dios, lo demás es superfluo. Y todo lo que Dios provee es para usar o consumir, gratuitamente, por obra de la gracia. Usar de hecho, sin comprar ni vender, sin nada que intercambiar: ni dinero ni pecunia.
Eso predicaban, en las puertas de las ciudades, donde las manufacturas y el comercio florecían.


La propiedad del humo. 

La vida en los conventos propiciaba el estudio y la contemplación, pero alejaba a los frailes del común. Además, las donaciones, aunque prohibidas las dinerarias, ya no eran restos de pan, sino solares y fuertes provisiones. Las comunidades conventuales recibían así grandes beneficios, exenciones fiscales y una holgada vida. Su situación se asemejaba a los monasterios.
Discordancia, pues, entre la práctica y la regla.

Los papas habían auspiciado las órdenes mendicantes. Formaba parte de la reforma que propiciaba Gregorio IX, sobrino de Inocencio III que había aprobado la Regla verbalmente. Gregorio, que codificó el derecho canónico y creo el tribunal de la Inquisición, siendo aun cardenal, había contribuido a atemperarla. Pero la discordancia entre práctica y prédica levantaba escándalo.
Inocencio IV y Nicolás III encuentran una fórmula para resolverla: la propiedad de los bienes será de la Iglesia y los franciscanos tendrán el uso de hecho (usus facti) de ellos.
Se trata de una ficción, pues salvo la venta, que les está prohibida, los franciscanos disponen de los bienes sin ser propietarios, ni usufructuarios, ni poseedores. De este modo cumplen formalmente la Regla. No tienen ningún derecho. Propiedad, dominio y cualquier derecho correspondían a la iglesia romana.
La conciencia de los hermanos quedaba a salvo. Dice Michel Villey: “al papado el humo, a los franciscanos el asado”. 
  
En el Siglo XIV transcurre la disputa sobre el poder temporal de la iglesia romana.
Una bula de 1302 pretendía imponer la teocracia pontificia a Felipe el Hermoso, rey de Francia. Estas circunstancias, las disputas internas de la iglesia y las diferencias entre ésta y la Orden franciscana y, en ésta, la controversia entre conventuales y espirituales, acaban en la elección del papa Juan XXII. Hombre de gobierno y jurista más que teólogo, está dispuesto a liquidar la indisciplina.
Para ello debía contradecir la doctrina de sus antecesores respecto a la orden. Pone en tela de juicio el dogma de la infalibilidad de sus antecesores, declara herejes a los espiritualistas y arremete contra los privilegios de los conventuales. Para ello sostiene que ni Jesús ni los apóstoles renunciaron a la propiedad. Construye su argumento jurídicamente. Contra él se alzará Guillermo de Ockham, hasta entonces teólogo y filósofo, desconocedor del derecho.

Dos piezas constituyen los documentos centrales de la polémica. La bula Ad conditorem canonum y el escrito Opus nonaginta dierum de Ockham. Pero, antes es necesario ver el antecedente sobre el que girará la disputa.
Como vimos, Nicolás III había ratificado la fórmula de la propiedad de la iglesia romana y el simple uso de hecho de los frailes. Emite la bula Exiit qui seminat para “cerrarle el camino a los envidiosos” y “a fin de satisfacer la delicadeza de la conciencia de los Hermanos”.
Frente a quienes sostenían que renunciar a toda propiedad ponía en peligro la vida, que era tentación al suicidio, Nicolás se opone diciendo que “para vivir confían en la divina Providencia sin desdeñar ninguna providencia humana”, mendigando humildemente. Pero si se acabaran esas obras de misericordia, los Hermanos, igual que cualquiera “podrán providenciarse de lo necesario para satisfacer las necesidades de la naturaleza”, como se establece en caso de necesidad extrema, porque “la necesidad está eximida de toda ley”.
De modo que la renuncia a la propiedad de todas las cosas “es santa y meritoria”. Pero la renuncia a todo tipo de propiedad no “debe entenderse como obligación a la renuncia del uso de las cosas”. En los bienes temporales hay que distinguir propiedad, posesión, usufructo, derecho de uso y “el simple uso de hecho”. De este último todos tenemos necesidad “para mantenernos en vida”. El simple hecho de usar no da ningún derecho.
Los Hermanos pueden usar libremente de todas las “cosas necesarias para la vida”. Les está permitido un uso moderado, mientras dure el permiso del otorgante. Pueden, además, sostenerse por lo que consigan “por su propio trabajo”. De lo que no pueden hacer uso nunca es de dinero.
Pero, dice, por el derecho civil el uso y el usufructo no puede separarse del dominio perpetuo. De modo que si el uso fuera separado perpetuamente del dominio, éste resultaría inútil. Pero la conservación del dominio con la “concesión de su uso” a los pobres, no es infructuosa, teniendo en cuenta que es meritoria para la eternidad”. Tiene ventaja también “para la profesión de pobres voluntarios” porque “intercambian los bienes temporales por los bienes eternos”.
Por todo ello “la Regla concede a los Hermanos el uso de las cosas necesarias para el alimento, el vestido, el culto divino y el estudio de la sabiduría”.      
Ahora bien, lo que les es concedido lo es “por el amor de Dios”. Se presume verosímilmente que, salvo declaración en contrario, lo es con la intención de que sea de modo perfecto, es decir, con el deseo de trasmitir la propiedad. Pero “en lugar de Dios no hay nadie a quien el dominio de tal bien pueda ser transferido de modo más conveniente que la persona del romano Pontífice, vicario de Cristo, y la Sede Apostólica”. El papa es el padre  de los frailes. Entonces éstos pueden recibir lo donado como el hijo para el padre, el servidor para su señor y el monje para su monasterio. Por lo tanto “recibimos por autoridad apostólica para nosotros mismos y para la Iglesia romana, el dominio y la propiedad de todos los utensilios, libros y muebles” que los Hermanos puedan obtener, de los cuales ellos pueden usar, con simple uso de hecho.
También pueden recibir para la Iglesia Romana terrenos y casas, de los que tendrán su uso de hecho. Pueden abandonar libremente el lugar de residencia, pero las iglesias, oratorios y  los cementerios quedarán para la Iglesia.
En relación al dinero, que les está vedado usar, prevé un mecanismo de préstamo muy singular. El asunto es que las limosnas pueden escasear y que haya que prevenir necesidades. En ese caso “podrán decir, sin atarse a ninguna obligación, que tienen la intención de empeñarse fielmente en pagarles mediante las limosnas que puedan conseguir de la ayuda de otros amigos”. En ese caso, harán “de suerte que quien da la limosna sea también quien efectúe el pago”. Esta misma solución es para el caso de necesidad de editar libros, construir iglesias o residencias, compra de tejidos o libros.
Adquirir estos bienes “comprados con limosnas”, puede hacerse “bajo cualquier cláusula”, pero cuidando las formas verbales, no usando palabras incompatibles con su estado. Tampoco pueden hacerlo directamente, debe aparecer que quién compra es el donante o, por lo menos, que éste autoriza a alguien nombrado por los hermanos a que lo haga. Queda así salvada la pureza de la Regla. 
Los libros y muebles sin dueño conocido en poder de la Orden son de la Iglesia. Pero los frailes pueden con ellos hacer trueque. En el caso de que sea necesario venderlos el dinero obtenido será manejado por un delegado de la Santa Sede, pero será gastado en comprar otras cosas útiles a los Hermanos.

Para Francisco en 1209 el uso era condición del disfrute espiritual. La provisión de su dios, la Providencia divina, para el gozo espiritual. Su relación con los restos de pan seco era como la relación campesino con el uso precario de la tierra: obtención de los frutos consumibles para el simple sustento.
Setenta años después, al tiempo de la bula de Nicolás, para los conventuales se trataba de la provisión de un provecho por reyes y magnates para sus labores y conocimientos.
La relación de los conventuales con los bienes temporales le agregaba la organización comunitaria, es decir política, y el provecho de una posesión señorial: tierras, casas, menaje, libros. Bienes no consumibles. Unos, objeto de soberanía y otros, de la industria humana. Especie de posesión vasallática, beneficiada con inmunidades, sin obligación de armas. En la que había emergido la necesidad del dinero para la provisión bien humana de los bienes de su industria, es decir, de mercancías. Cosas que los frailes podían comprar o vender, por interpósita persona.
Estado de pobreza enmascarado donde la Iglesia tomaba el lugar del señor o del feudal, pero sin los privilegios de éstos. Emergencia del dinero oculta por el simple arbitrio de no tocarlo. Espejo casi, del desarrollo mercantil en una sociedad señorial.


Juan XXII.

Tal era el estado de cosas cuando, casi medio siglo después, es elegido Juan XXII dispuesto a dar el combate por todo el poder temporal, la plenitudo potestatis.
Como Tomás de Aquino, su maestro, sostenía que los papas podían revisar los decretos de sus antecesores, si ello era conveniente al bien común.
De modo que, en esa tesitura, pone en tela de juicio las disposiciones de Nicolás. Dicta la bula Ad conditiorem canonum.
Por un lado, el atributo de propietario de la Iglesia Romana de los bienes de que gozaban los conventuales, la obligaba a salir a la defensa en juicio frente a cada litigio, de lo cual no sacaba ningún beneficio. Sólo, dice, sirve para perder el tiempo y el honor.
Por otro lado, el llamado a la moderación no había sido oído por los frailes, que seguían atendiendo a las solicitudes terrenales más que a las espirituales. En suma, no vivían en la pobreza sino en el ocio.
Siendo, como era, más jurisconsulto que teólogo, ataca la situación con argumentación jurídica: el goce de los bienes por lo Hermanos no constituye un uso de hecho. El uso es siempre uso de derecho, un resultado de la propiedad. Por lo tanto los franciscanos son propietarios de los bienes que usan.
En la argumentación hay un punto extremo: los bienes consumibles. El consumo agota, termina con la cosa. Por lo tanto ese consumo es poner en acto lo que está en potencia en el derecho de propiedad, la facultad de disposición absoluta de la cosa, el abutendi. Aquí no se puede separar la propiedad del uso. El uso es siempre jurídico (usus ius) o porque se es dueño o, en las cosas no consumibles, porque el propietario lo ha autorizado. De este modo todos los bienes temporales tienen que tener propietario. Y, en el caso de los bienes consumibles, la propiedad es siempre personal, es decir privada. No se puede decir que la propiedad es común de la comunidad conventual o de la Orden, porque ésta no come. Lo hacen sus miembros. Villey dice que de ese modo cuando Francisco comía un pedacito de queso era propietario.
No tiene sentido seguir aquí toda la construcción jurídica de Juan, pero hay, entre las prohibiciones a los representantes de la Iglesia, una muy sintomática: “la administración de cualquier mercancía”, refiriéndose a los bienes de los que quería que los frailes fueran propietarios.
Es decir, al cubrir con el derecho de propiedad todos los bienes, todos los bienes son mercancías.
Lo que Agamben entiende como “profecía inconsciente” es, en realidad, el síntoma de la necesidad de un tipo de propiedad distinto al de la tierra. Es la propiedad de los bienes muebles: frutos de la tierra que, con los progresos de la agricultura ya eran productos excedentes y, productos de la industria humana con el avance de las manufacturas. Es decir que estaban listos para el mercado. Por lo tanto, mercancías. 
Profecía inconsciente que, paradójicamente, será perfeccionada por el contrincante de Juan, Guillermo de Ockham, defendiendo el uso de hecho de los frailes.


Guillermo de Ockham.

Más teólogo y filósofo que jurisconsulto, Ockham aparece envuelto en esta disputa por salir en defensa del fraile Miguel de Cesena, que había sido declarado hereje por Juan. Aunque Cesena apoyaba a los espirituales, tanto él como Guillermo eran enemigos del poder temporal del papa o, más aun, partidarios del emperador Luis IV de Baviera.
La defensa de la pobreza de los franciscanos por Ockham se inscribe, entonces, en ese marco y la argumentación deviene así teológica. Pero el resultado será una innovación jurídico-política.
Ockham acude a los textos sagrados a partir del Génesis y terminará consagrando el origen humano y convencional de la propiedad privada. La pobreza restará como una libre elección.
El asunto clave para distinguir diversos estados de dominio y propiedad se halla en la caída, es decir cuando la curiosidad empujó a Adán y Eva a querer conocer los frutos del árbol del bien y del mal.
Antes de la caída tenemos dos situaciones: a) todos los seres animados, incluidos Adán y Eva, tienen la potestad de usar lo creado, pero no al mismo tiempo sobre una misma cosa y b) Adán y Eva, además, tienen el dominio de las cosas, la potestad de “regir y gobernar racionalmente lo temporal” sin “violencia o daño alguno a los hombres”.
De otra manera, el uso y el señorío. El uso para todo viviente, en realidad, animal, de la tierra, las aguas, la luz de los astros y los vegetales. Se puede leer como la simple nutrición. Pero, para los “primeros padres”, el señorío, es decir el gobierno y el uso de todo, incluidos los otros vivientes. Algo más que el alimento, un poder.
Este dominio era ad libitum, libre, a gusto y común a Adán y a Eva. No teniendo resistencia de otros hombres, no había de qué defender ese dominio. No se trata, entonces, de propiedad, aunque hubiera distribución del uso entre la pareja.
La situación cambia después de comido el fruto. La naturaleza ofrecerá resistencia como castigo: Eva sufrirá los embarazos y será dominada por el marido, Adán deberá ganarse el pan con su trabajo de la tierra, entre cardos y espinas.
Pero antes de llegar la propiedad privada o personal, Ockham indica un estado intermedio: un estado que no es la propiedad personal ni la propiedad en común. Es el dominio como potestas appropiandi, potestad de apropiarse de las res nullius, es decir, de las cosas sin dueño. Una apropiación que puede ejercerse o no, por lo tanto fundada en la libertad. Pero también significa la existencia de poseedores: si hay cosas de nadie es porque hay cosas de alguien. Es decir, hay distribución de bienes, sino como propietarios, como poseedores. No se trata de usuarios, sino de poseedores individuales.
Poseedores individuales que son libres de poseer o no. No se trata ya de la apropiación de los frutos de la tierra, obligatoria para alimentarse por medio del trabajo-castigo.
Se trata de la apropiación de bienes que no están distribuidos, lo que significa que hay otros que lo están. Es decir, una sociedad de poseedores de bienes muebles, en la que la simple posesión se presume legítima. Es verdad que la posesión precede a la propiedad, decía Marx. Una sociedad donde el productor es aun el poseedor de sus productos. Una sociedad de productores privados independientes.
Estamos, en consecuencia, en el límite del derecho de propiedad privada. O, si se quiere, en el límite con la circulación: individuo, voluntad y apropiación.
Pero esto no surge por la voluntad divina sino por la voluntad humana: la caída. Dios sólo ha provisto los bienes, los hombres han elegido voluntariamente poseer privadamente.
Los bienes que proveyó el Señor son los frutos de la tierra y el mar, los bienes a los que nos acercamos son los del resultado de la penitencia del trabajo, los productos. Son los productos de la industria humana los que ya están distribuidos, que no son de uso común ni de facto, que sólo son apropiables si no tienen dueño.
Estamos dejando atrás la sociedad donde la tierra era extensión de la vida humana, sus frutos, parte de ella, para pasar a una sociedad en que ésta se le opone como algo objetivo, como un excedente, al decir de Marx. Un excedente ya distribuido que, por ello, se opone a todos los demás. Frutos excedentes de la agricultura y de la manufactura.    
Pero lo propio de una persona o comunidad, dice Ockham siguiendo a su amigo Cesena, es lo que puede ser “reclamado contra otros incluso ante los tribunales”. Esta es la propiedad privada, la que se puede ejercer contra todos.
Dice Guillermo que, aunque cuando cada uno afirma su propiedad sobre éstos o aquéllos bienes, el conflicto espera a la puerta, no es una realidad propiamente negativa, no es mal ni es pecado, aunque haya nacido en ocasión del pecado. “Es la naturaleza racional la que dicta como oportuna para el hombre pecador la posesión de bienes” porque es “criatura de Dios”, la capacidad dada al hombre para guiar adecuadamente su vida. Por ello se puede renunciar a ella, pero nadie está obligado a hacerlo. La propiedad no es mala de por sí porque no causada por el pecado original, sino en ocasión de éste, por la capacidad racional de responder a las nuevas circunstancias. Por eso la propiedad aunque no sea originaria, creada por Dios, es legítima. Y, por eso, puede defenderse en los tribunales. La distribución queda así acorazada por el poder temporal de los jueces.
La propiedad se convierte así en un derecho del hombre, un derecho del sujeto, un derecho individual. El dominio creado por Dios para los hombres sobre las cosas se ha transformado en el derecho del hombre a la propiedad privada de la que se puede disponer libremente. Quedan así consagrados los presupuestos del mercado.
Los hombres quedan jurídicamente listos para la contractualidad mercantil, los productos como objetos que objetivan el trabajo y adquieren una cualidad distinta a la de ser usados como consumo inmediato. Podrán también ser vendidos.


La bolsa.

Pero para que haya mercado es necesario que el dinero no sea tesoro. Teológicamente, Ockham, asesor de Luis IV de Baviera y pragmático, resuelve el problema de la propiedad de la bolsa de los apóstoles. Es decir el papel instrumental de la moneda.  
Del evangelio de Juan surge que los apóstoles tenían una bolsa común para comprar alimentos o repartirla entre los pobres.
La cuestión planteada es la de la propiedad de la bolsa. Jesús no podía ser porque careció de todo dominio temporal y preceptuó a sus apóstoles, según Mateo, que no tuvieran dinero.
Ockham dice, si la bolsa era común, se plantea la cuestión de que sería también de Cristo como propiedad común. Pero ese dinero era común en un sentido tan amplio que incluye a todos los creyentes, en particular a los pobres a los que estaba destinado. La bolsa pertenecía a todos “con la potestad lícita de usarla para mitigar las necesidades”.
El dominio o propiedad sobre aquél dinero era de todos los creyentes, incluido Jesús, pero no era una posesión libre y plena, sino que sólo permitía la reclamación. Hay, dice, dos tipos de dominio: el civil o mundano que permite reivindicar los bienes y disponer de ellos libremente, y otro que consiste simplemente en reclamarlos en juicio. Los primeros discípulos no tenían el poder de disponer de los bienes libremente, sólo estaban destinados a, aun comprando, subvenir a sus necesidades o la de los pobres.
Esto conduce a distinguir la propiedad y el uso de hecho, para el que la propiedad es superflua. De este modo queda a salvo la pobreza de Cristo y sus apóstoles y la de los franciscanos.
Lo importante del dinero no es pues su propiedad sino su uso. Es que no se trata del mismo ni para el derroche en lo superfluo o inútil, creando solicitudes terrenales, pero tampoco para quedar en estado de tesoro. Es para comprar lo necesario para satisfacer necesidades. Un instrumento, un medio de pago. Un medio de circulación de los bienes. De bienes muebles, que así lo son los frutos y productos excedentes.   
Pero también distingue en el uso, el destinado a sobrevivir y el que acompaña al de la libre disposición, el del dominio civil, es decir, jurídico. De este modo el dinero queda liberado para cualquier destino, para cualquier consumo, que exceda la sobrevivencia.
Para los franciscanos queda el uso de hecho, pues no proviene de ser propietarios, el uso de lo no superfluo, es decir lo que subvenga las necesidades vitales, que es lícito tomar a todos en caso de estado de necesidad: la obligación de no atentar contra la propia vida que Dios provee. Se le agregan las cosas necesarias para su ministerio: libros de oración y estudio, utensilios litúrgicos, capillas y monasterios o lo que era obtenido por mendicidad, aunque no fuera de consumo inmediato. Es decir, las cosas que por sacras, están fuera del comercio. La propiedad de ellos puede ser de la Iglesia o de los donantes. Esto es bueno para la perfección evangélica a que aspiran los frailes, los aleja de las solicitudes temporales facilitando su espiritualidad. Por ello es bueno que la Iglesia defienda sus bienes, porque el voto de pobreza “era entre las obras exteriores la que más podía atraer a los infieles a la fe”.
Pero la perfección es un camino que admite distintos grados. Así como no conviene que toda la Iglesia, la comunidad de fieles, haga voto de castidad, aunque sí algún grupo dentro de ella, también conviene que algún grupo renuncie a la posesión de bienes aunque no convenga a toda la comunidad. Porque alguno ha de tener la potestad de defender los bienes que los frailes usan para su misterio. De donde la propiedad no repugna en esencia a lo espiritual: los bienes pueden pertenecer a los clérigos de la Iglesia, al clero secular, al papa y los obispos. Y así, naturalmente, a cualquiera. Los bienes habrán, entonces, de cuidarse “con aquel cuidado que proviene de la (sana) inteligencia, el trabajo y la responsabilidad, dependiendo del oficio de cada uno, pudiendo ser preciso aumentar el cuidado de los bienes”.
Como vemos, este trabajo ya no es el trabajo-castigo de obtener los frutos de la tierra o las aguas, sino el trabajo responsable dependiente del oficio, que es preciso realizar para cuidar los bienes.  El trabajo queda así vinculado a la propiedad personal o privada, cerrándose el círculo.   
   
Este discurso puede leerse como una sofisticación de la hipocresía y el cinismo en la defensa de los franciscanos dados a la buena vida conventual. En realidad, en el marco de la lucha de la iglesia romana del siglo XIV por el poder temporal, como lo fue. Yo preferí recortar el asunto a la concepción de la propiedad privada contractual, como la emergencia de los bienes muebles, productos del trabajo, como bienes que asomaban como fundamentales. Ello para abonar la afirmación de que el carácter de los bienes condiciona el modo de apropiación, en el caso, contractual, y ésta determina la forma de propiedad, en este caso, la jurídica privada. Por contraposición a la propiedad-soberanía de la tierra, de los feudos y señoríos, y a la a-legal, anómica, de los bienes incorpóreos actuales.


Destino del “usus facti”.

Creo que nuestro ya conocido usus facti de la pobreza franciscana, que Juan XXII quería hacer jurídico y que Ockham reservaba para la sobrevivencia y predicación de los frailes, ha devenido dominante como forma de ejercicio de la “propiedad”. La propiedad sobre los resultados esperados, los beneficios inciertos, de la combinación de negocios, me parece que no es más que un uso de hecho. Es decir, no regulado, puro factum,  ya que no es relevante su forma jurídica, absolutamente lábil, anómica. A ese hecho, que es un uso, se sujetan las formas jurídicas, entre ellas la clásica propiedad privada anunciada en el siglo XIV por Ockham.
El consumo ha pasado a ser un modo de apropiación, jurídico, como lo pretendía el papa.
Pero no se trata ya de desposesión del uso común, como denuncia Agamben, sino de una posesión abstracta del capital financiero construido sobre la base de bienes intangibles. Bienes intangibles que ya no se consumen con el uso, precisamente, por su carácter incorpóreo. 
El uso de los bienes incorpóreos no consume la cosa. Las cosas a que se refería Juan XXII eran cosas corpóreas, los huevos y las sopas de los franciscanos. Allí no se podía separar la propiedad del uso, porque el uso agotaba la cosa y, entonces, agotar la cosa de la que no se es propietario, no es justo ni lícito.

Si a este uso de hecho que hace de los bienes el capital financiero le queremos llamar propiedad, no le podríamos llamar privada en el sentido de personal, individual. Podríamos llamarle común pero en un sentido abstracto, tan abstracto que es más que anónimo, puesto que el poder de disposición existe y es político, en el sentido que afecta la conducta de grandes masas de personas. Pero aun así la denominación de propiedad debería ser “propiedad de hecho”, lo cual es una contradicción en sus términos, puesto que ya la propiedad no sería un derecho.

La pobreza evangélica generó, paradójicamente, una construcción jurídico-teológica, un anticipo de la ideología de la propiedad privada moderna. Pero, al mismo tiempo, el “paradigma”, en términos de Agamben, de la actual forma de dominación del capital.
  


Edgardo Logiudice
Julio 2010

viernes, 6 de mayo de 2011

Venta de plusvalía. Hipótesis a propósito de bienes intangibles.

“Podemos pues, referirnos a una sola relación […] Consiste, esencialmente, en la apropiación del trabajo ajeno a través de las diferentes formas en que se efectúa esa apropiación, las cuales dependen de: 1) cómo es la apropiación de los restantes elementos del proceso productivo; 2) la naturaleza propia de esos elementos”. Abel García Barceló, refiriéndose al modo de producción[1].



Motivo.

La cuestión ha sido suscitada por los diversos trabajos publicados en los últimos tiempos por Herramienta, tanto en la revista como en la editorial, a propósito del capital financiero y sus crisis.


La normatividad como síntoma.

No es necesario adherir a las corrientes historiográficas institucionalistas para aceptar que las normas míticas, religiosas, éticas o jurídicas, constituyen una pista para la indagación de las relaciones sociales. También acuden a ellas los antropólogos, sociólogos y filósofos. Alguien que oponía a la historia una especial arqueología, como Foucault, buscó sus fuentes también en las normas.
Trato aquí de establecer los caracteres de estos bienes intangibles, también denominados incorpóreos o inmateriales. En algunos casos también capital intelectual.
El objeto es establecer su especificidad respecto a los tradicionalmente llamados bienes inmuebles, cuyo paradigma es la tierra, soporte de la agricultura y la ganadería y que sustentó durante siglos la praxis económica fundamental; y los bienes muebles, es decir los productos de la actividad humana industrial en sentido amplio, que constituyeron, y  aun en gran medida constituyen,  los bienes fundamentales destinados al consumo productivo y, sobre todo, improductivo. En la sociedad moderna bajo la forma de mercancías.


Aproximación al modo de producción en sentido amplio. [2]

He sostenido que el carácter de los bienes “objeto” de la praxis productiva condiciona su modo de apropiación y éste determina las formas de propiedad que, a su vez, condicionan las formas de las relaciones sociales determinadas por la organización de los elementos de la producción.
Así, en la economía sustentada en la agricultura y la ganadería, el bien fundamental, la tierra, asumió el modo bélico de apropiación, cuya forma de propiedad se confunde con la soberanía. Por decir así, una propiedad “política”. Sin embargo el funcionamiento económico se asentó sobre el uso del bien fundamental por parte quienes estaban ligados a él por el trabajo. De la manera de producir (relación de los productores con los medios) y del condicionamiento de esa propiedad “política”, derivó la forma de las relaciones sociales de dependencia personal.
Tradicionalmente el derecho de propiedad comprende tres potencias: utendi (uso), fruendi (percepción de los frutos) y abutendi (disposición). Sea esta propiedad privada o colectiva.
Lo económicamente importante, haciendo abstracción de la apropiación del excedente, es que las sociedades agrícolas, se asentaron en el uso (utendi) del bien fundamental. La apropiación del excedente tuvo forma, como vimos, política (ejercicio del poder soberano fundado en las guerras), fundamentalmente a través de los tributos.

En la sociedad basada en la industria (artesanías, manufacturas, gran industria, taylor-fordismo, toyotismo), el bien fundamental (los productos), asume el modo de apropiación del intercambio contractual, cuya forma de propiedad es la privada. La necesidad de intercambiar en el mercado requiere la potencia de disposición de los productos, es decir, de individuos singulares reconocidos como libres e iguales para disponer (abutendi) de sus productos. Es el mercado, que se asienta en la producción de bienes muebles destinados al consumo (productivo o improductivo) el que “genera” la forma jurídica del  propietario privado independiente. No al revés, es decir la propiedad como un atributo del individuo, como lo sostiene la teoría de los derechos naturales (de origen teológico) y el liberalismo.
La apropiación del plusproducto también se realiza de modo contractual: el salario, que constituye al trabajador en propietario privado de su fuerza de trabajo.
De la organización del modo de producción de las fuerzas materiales (taller, fábrica, etc.) y del condicionamiento de la propiedad privada (de los medios, por un lado, y de la fuerza de trabajo, por otro) devino la forma de las relaciones sociales de clases.

Resulta evidente que, en ambos casos, los bienes fundamentales son corpóreos, independientemente de que, tanto el cultivo de la tierra como la producción industriosa, se incluya trabajo humano que nunca es sólo gasto de energía física sino también inteligente: proyección del resultado, habilidades adquiridas, experiencias del ensayo y error, cálculos, mediciones, etc.
En ambos casos, dada su corporeidad, los bienes son individualizables, identificables, y, por lo tanto mensurables. Su mensurabilidad (peso, cantidad de unidades, superficie, volumen), confiere la base para la medida de valor o, al menos su precio). En el caso de la fuerza de trabajo, aplicación de energía, la cantidad de unidades de tiempo. 

Nos topamos ahora con bienes incorpóreos, inmateriales, intangibles, “puramente” intelectuales. Me parece claro que, el carácter de producto intelectual no pone en duda que se trate de un gasto de energía humana, sólo que su componente fundamental no es la aplicación de la fuerza física adiestrada, sino la energía “cerebral” cultivada.


Indicios normativos.

l. Características de los bienes intangibles.

El IASB (International Accounting Standards Board) es un organismo internacional privado para la estandarización de normas contables orientadas a una información calificada para los mercados financieros. Tiene su sede en Londres y es la continuadora de la IASC (Internacional Accouting Standards Comité) creada en 1973.
Esta institución dicta normas denominadas NIC (Normas internacionales de Contabilidad) para las organizaciones profesionales que forman parte del acuerdo y que son orientativas y, en algunos casos supletorias de las legislaciones nacionales. Desde el 2001 se denominan NIIF (normas Internacionales de Información Financiera). También han sido acogidas por algunas legislaciones, como la española.
Una de esas normas es conocida como la NIC 38.
La norma trata la cuestión de cómo contabilizar como capital determinados recursos denominados inmateriales.
Esta claro que, para cualquier inversor financiero, no es lo mismo que una erogación signifique un gasto o un bien considerado activo. Es indudable que el capital o, si se quiere, el patrimonio que responde por la inversión, no será el mismo.
Se enumeran allí los siguientes ejemplos: 

“[…] conocimiento científico o tecnológico, el diseño e implementación de nuevos procesos o nuevos sistemas, las licencias o concesiones, la propiedad intelectual, los conocimientos comerciales o marcas (incluyendo denominaciones comerciales y derechos editoriales). Otros ejemplos comunes de partidas que están comprendidas en esta amplia denominación son los programas informáticos, las patentes, los derechos de autor, las películas, las listas de clientes, los derechos por servicios hipotecarios, las licencias de pesca, las cuotas de importación, las franquicias, las relaciones comerciales con clientes o proveedores, la lealtad de los clientes, las cuotas de mercado y los derechos de comercialización.”

Para que esos recursos sean reconocidos como activos intangibles deben cumplir con los requisitos de “identificabilidad, control y existencia de beneficios económicos futuros”.

Un bien es identificable si es “susceptible de ser separado o escindido de la entidad y vendido, cedido, dado en explotación, arrendado o intercambiado, […]” o si “surge de derechos contractuales o de otros derechos legales”. Es decir, si tienen valor de mercado, separados de la empresa,  y se puede disponer de ellos de forma autónoma.  
Aquí la identificación o individualización del bien no tiene nada que ver con la posibilidad de mensurarlo. Está claro que es aleatorio el beneficio que se puede obtener de la publicidad de un producto basado en la imagen de un deportista consagrado, por ejemplo.

La entidad tiene el control del recurso “siempre que tenga el poder de obtener los beneficios económicos futuros que procedan de los recursos que subyacen en el mismo, y además pueda restringir el acceso de terceras personas a tales beneficios.”
Controlar significa, entonces, que la empresa tenga el poder de obtener las ganancias que deriven de ese recurso con exclusión de todo otro. Es decir, que no se las birlen.
Ese poder generalmente deriva de “derechos de tipo legal” […] “No obstante, la exigibilidad legal de un derecho sobre el elemento no es una condición necesaria para la existencia de control, puesto que la entidad puede ejercer el control sobre los citados beneficios económicos de alguna otra manera”.
Está claro que el control excede la legitimidad jurídica, por lo tanto aparece como otra forma de propiedad. Sólo conserva de la propiedad clásica la exclusión de los demás, la exclusividad de la apropiación de la ganancia.
Diría que aquí lo que interesa son los frutos de ese activo que se reconoce como capital. Es decir, el fruendi. Claro es que no se trata ya de los frutos naturales obtenidos del uso de la tierra. Tampoco es el fruendi de los intereses del capital a préstamo, pues éstos son ciertos y mensurables. 

Beneficios económicos futuros de un activo intangible son “los ingresos ordinarios procedentes de la venta de productos o servicios, los ahorros de coste y otros rendimientos diferentes que se deriven del uso del activo […] por ejemplo el uso de la propiedad intelectual dentro del proceso de producción que puede reducir los costes […] en lugar de aumentar los ingresos ordinarios futuros”.
Se trata, entonces, pura y simplemente de la ganancia, en la relación coste/beneficio, derivada del uso del bien. De modo que ese nuevo “derecho de propiedad” es sobre el resultado del uso del intangible. Lo que equivale a decir que lo que se produce no son bienes, sino ganancias.  Las ganancias provienen del uso de un bien incorpóreo no mensurable del que ni siquiera es necesario el derecho de propiedad sino su control.

Está claro que la normatividad aparece siempre por algún lado como garantía jurídico-política para ese control.
Ni la agricultura y la ganadería, ni las artesanías, ni las manufacturas, ni las fábricas desaparecen, coexisten pero subordinándose unas a otras. La agricultura se subordinó a la industria. En relación a este uso de bienes intelectuales, tanto la agricultura como la industria, son ahora vehículos materiales, corpóreos, soportes, para el logro de los beneficios futuros. Aquí es donde se asienta la “industria financiera”. Se puede evocar el paquete tecnológico de la soja, el trigo y otros yuyos. O un automóvil. O un choclo.
Así también la soberanía se subordinó a la juridicidad, al punto que el estado fue estado de derecho, es decir, legitimado en un complejo de normas jurídicas.
Pues tal parece ahora que, tanto la soberanía como la juridicidad de tipo contractual (el contractualismo político), quedan subordinadas, funcionando como supletorias de los arreglos transaccionales.
Propongo ver algún ejemplo.

“La entidad puede tener una cartera de clientes o una determinada cuota de mercado, y esperar que debido a los esfuerzos empleados en desarrollar las relaciones con los clientes y su lealtad, éstos vayan a continuar demandando los bienes y servicios que se les vienen ofreciendo. Sin embargo, en ausencia de derechos legales u otras formas de control que protejan esta expectativa de relaciones o de lealtad continuada por parte de los clientes, la entidad tendrá, por lo general, un grado de control insuficiente sobre los beneficios económicos que se podrían derivar de las mismas, como para poder considerar que tales partidas (cartera de clientes, cuotas de mercado, relaciones con la clientela, lealtad de los clientes) cumplen la definición de activo intangible. Cuando no se tengan derechos legales para proteger las relaciones con los clientes, las transacciones de intercambio por las mismas o similares relaciones no contractuales con la clientela (distintas de las que sean parte de una combinación de negocios) demuestran que la entidad es, no obstante, capaz de controlar los futuros beneficios económicos esperados de la relación con los clientes. Como esas transacciones de intercambio también demuestran que las relaciones con el cliente son separables, dichas relaciones con la clientela se ajustan a la definición de un activo intangible” [Subr. EL].

En suma, la ausencia de protección jurídica (“derechos legales”, vale decir, registraciones o algún tipo de título,) u “otras formas de control que protejan” (por lo visto no necesariamente contratos) funcionan “las transacciones de intercambios o similares relaciones no contractuales”. De otro modo, ni ley ni contrato: transacciones.
Algo que conserve una forma convencional, un arreglo no jurídico.
La única condición es que sea “separable” y es separable, lo vimos, si se puede disponer de ellos, es decir, si encuentra lugar en el mercado, si alguien lo adquiere.

La prueba del valor consiste siempre en el salto al mercado, pero a diferencia del clásico intercambio mercantil, no se requiere que el que dispone sea propietario, ni que quien adquiera lo haga por medio de la compraventa. Basta con el control y con cualquier arreglo no jurídico (lo que, en principio no quiere decir ilegal, en todo caso sería a-legal). Una propiedad a-legal. 

De todos modos podría decirse que se requiere que, aquellos bienes corpóreos que fungen como soportes, deben ser realizados en el mercado como cualquier mercancía.
Sólo que, ahora, no parece necesario que se cumpla todo el ciclo de realización de la mercancía para que la plusvalía que contiene se transforme en capital. Esto sucede no por un subterfugio contable de asentar gastos como si fueran capital, sino porque la propia expectativa de beneficio tiene un precio, y ese precio se realiza antes que la venta de las mercancías que sirven de soporte, al “paquete inteligente” (proyecto organizativo, software, investigación y desarrollo de un producto, capacitación del personal, etc.), o a cualquier otro intangible (cuota de mercado, lealtad de los clientes, etc.).
La cuestión se pone en evidencia en lo que se denomina “combinación de negocios” o, también, con la elocuente expresión “plusvalía comprada”.
Para ser breve. Se trata del control de un negocio en funciones. Una entidad funciona como adquirente y otra como adquirida, pero no se trata necesariamente de una compraventa ni siquiera del paquete accionario. Se trata de determinados arreglos, por ejemplo, de los derechos y privilegios de determinadas participaciones (valor y derecho al voto, reserva de cargos directivos, participación en los resultados, etc.). La combinación de negocios tiene en vista la “sinergia”, así dice la norma, que significa tal combinación. Es decir, el supuesto de que, por el prestigio de la entidad adquirida, las cuotas de mercado que ésta posea, alguna marca o licencia, su ubicación geográfica, su organización o cualquier otro bien tangible o intangible, pueda potenciar la expectativa de beneficios futuros. A esto corresponden las fusiones y absorciones de empresas. Muchas de estas cuestiones eran conocidas como el “valor llave” de cualquier fondo de comercio. Pero esta sinergia de que se trata ahora comprende las expectativas de beneficios futuros que se capitalizan.
Ahora bien, por esas expectativas de ganancias, es decir ganancias virtuales, potenciales, aun no realizadas, se paga un precio que puede ser en efectivo o a través de esos arreglos participativos que significan una contraprestación mensurable en dinero.
A través de él se han realizado las ganancias futuras. Está claro que, si éstas no aparecen en un período de tiempo, lo que aparece como capital irá a parar a pérdidas. Y si esto sucede en escala, puede haber un sismo económico, conforme sea la magnitud de la combinación de negocios. Si queremos, una crisis. No es casual que muchas de estas normas de información financiera fueran creadas o reformadas simultánea o posteriormente a casos como el de Enron. Pero, mientras tanto, esa expectativa de plusvalía se transformó en capital, nada ficticio, pues la inversión se ha realizado efectivamente, por ejemplo, a través de alguna emisión de acciones o cualquier otro tipo de título. Y ese dinero funcionó como capital.
Puede decirse, sí, que estas construcciones abren la puerta para muchos fraudes. Los que, por lo menos aparentemente, trata de evitar estableciendo reglas de información más o menos transparentes al distinguir que puede considerarse un activo o no. Más aun, se preveen “pasivos intangibles” tales como costos ambientales, cargas impositivas, etc. Pero el fraude no se trata de una norma. Quedan abiertas para él, por ejemplo, las formas de la valuación de esas expectativas sobre los intangibles. Las normas reconocen la existencia de “incertidumbre” y, en principio, tratan de remediarla por medio de información periódica precisa sobre los resultados y mecanismos de amortización anticipada conforme a ellos. Pero no me parece que se trate de una estrategia para un “fraude global”, sino que estamos frente a un nuevo modo de apropiación que determina una nueva forma de propiedad. Apropiación por control y propiedad a-legal, condicionados por el carácter intangible de los bienes económicamente fundamentales.


2. Combinación de negocios.

Restaría por ver el asunto de quienes son los propietarios o, dicho de otra manera, los controlantes. Aquí la jerga jurídica también es un índice. Se habla de “sociedades controladas” y “sociedades controlantes”. La forma clásica para definir la controlante es la posesión del cincuenta y uno por ciento de las acciones. Eso establece nuestra ley de sociedades. Es acorde al principio de la propiedad jurídica de los títulos representativos de las acciones.
Pero ya vimos que, ahora, no se trata de ese control. No se trata del control de una  sociedad por otra, sino del control de los beneficios, con o sin título legal. Es decir, con acciones o sin acciones. El método se denomina aquí “unión de intereses”, no tiene nada que ver son sociedades en sentido clásico, ni, por lo tanto con la propiedad de las acciones. Y esto es aclarado así expresamente por estas normas de información.
Así la NIIF 3 establece que “Una combinación de negocios puede dar lugar a una relación de dominante - dependiente, en la que la entidad adquirente es la dominante, y la adquirida es una dependiente de aquélla”. Pero “Aunque desde el punto de vista legal, la entidad que emite las participaciones, se considere como dominante, y a la entidad  no cotizada como dependiente, la dependiente ‘legal’ será la adquirente si tiene el poder para dirigir las políticas financiera y de explotación de la dominante ‘legal’, de forma que obtenga beneficios de sus actividades”.
De modo que “Se identificará una entidad adquirente en todas las combinaciones de negocios. La adquirente es la entidad combinada que obtiene el control de las demás entidades o negocios que participan en la combinación. […]  Control es el poder para dirigir las políticas financiera y de explotación de una entidad, con el fin de obtener beneficios de sus actividades. Se presumirá que una entidad combinada ha obtenido el control de otra entidad que sea parte en la combinación, cuando adquiera más de la mitad del poder de voto de esa otra entidad, salvo que se pueda demostrar que tal propiedad no constituye control. Incluso en el caso de que una de las entidades combinadas no adquiera más de la mitad del poder de voto de otra, podría haber obtenido el control de esa otra entidad si, como consecuencia de la combinación, dispone:  (a) de poder sobre más de la mitad de los derechos de voto, en virtud de un acuerdo con otros inversores;  (b) del poder para dirigir las políticas financieras y de explotación de la entidad, según una disposición legal, estatutaria o por algún tipo de acuerdo; (c) del poder para  nombrar o revocar a la mayoría de los miembros del consejo de administración u órgano de gobierno equivalente; o (d) del poder para emitir la mayoría de los votos en las reuniones del consejo de administración u órgano de gobierno equivalente” [Subr. EL].

En suma, no se trata ya de la propiedad de las acciones: si no hay ninguna disposición legal o estatutaria que lo impida el asunto consiste en cualquier acuerdo entre los inversores para tener la mayoría de los votos por medio de cualquier arreglo.

Tenemos aquí ya no una forma de propietario que no es propietario en el sentido clásico. Si el sistema de generación de derechos y obligaciones por medio del contrato generaba al propietario y la propiedad aparecía como un atributo del individuo, ahora los acuerdos, las transacciones, no necesariamente legales ni contractuales, generan un ente, que no es una sociedad, controlante. Ni siquiera se trata de los propietarios anónimos de las acciones. Pero no es tampoco un individuo singular, de carne y hueso, sino “una entidad” cuya característica es la de dirigir las políticas financieras. La pura abstracción de un conjunto de bienes intangibles. Una pura personificación abstracta del capital. Ni amo, ni señor, ni propietario. Los Fondos financieros. Generalmente, los fondos fiduciarios, absolutamente separables de las personas y de las sociedades que los generan.
El capital ha logrado resolver el misterio de la Santísima Trinidad, una entidad que está más allá de los hombres, más allá que el propio representante de Dios. Una entidad trascendente. Los beneficios esperados funcionan como el Espíritu Santo en el cristianismo. Entidad trascendente a los hombres, a los individuos singulares corpóreos, pero que opera sobre ellos.
De esta manera este nuevo tipo de “propiedad” condiciona conductas, formas de relaciones sociales entre los hombres.

Se trata de la relación con un ser ubicuo. A la vez ausente, pero omnipresente. Presente en sus efectos, en los resultados de su existencia o existente sólo por sus resultados. Sin identificación individual. Sólo algunos aparecen en Forbes,  Soros, Slim, Bill  Gates. Pero si alguno de ellos muere la aguja de las bolsas apenas oscilará. El control de los beneficios tiene una existencia autónoma, autopoiética. A esta propiedad no le afectan las leyes de la herencia. Se trata de un sistema de relaciones que trasciende la vida biológica de sus anónimos integrantes. No se trata, aunque su poderío es mucho mayor, de la muerte de un emperador, que se continuará en la dinastía, aunque sus hijos se peleen. Tampoco la muerte de algunos de estos “propietarios” acarreará la división de las tierras haciéndolas improductivas. El desprendimiento de algún “negocio” sólo significa, generalmente, su ingreso en otra combinación de negocios. Su propia quiebra, otro negocio. Evidencia de esto son los “salvatajes”.
El concepto de clase, su abstracción, ha encontrado su encarnación efectiva en individuos que sólo se identifican por su función en el control. Como “cuadros” de una organización. Ellos ya no sólo anónimos, sino también intangibles. Sus capacidades son parte del activo, así se contabilizan, en la NIC 38. 
Es ésta  otra forma histórica de la individualidad en la forma de las relaciones sociales.     


Los consumos.

Pero, al mismo tiempo, también se agregan las figuras de un no consumidor y el gran consumidor.
Si lo que vengo diciendo tiene alguna coherencia, entonces, no necesariamente los productos corpóreos, soportes de intangibles, deben llegar al mercado para que se realice la ganancia. El cálculo llega hasta la obtención del beneficio, y éste puede arribar, lo vimos, antes de que aquéllos lleguen al mercado y, por lo tanto al consumo.
Particularmente al consumo improductivo.
Respecto al consumo productivo hay opinión conteste en que existe una merma creciente de tasa de inversión. Cosa que no me parece incompatible con un proceso de sobre-acumulación. Por el contrario, si mi hipótesis no es del todo desacertada, la acumulación es más acelerada porque las ganancias se realizan antes de terminar el ciclo de la producción en general (producción, distribución, circulación y consumo). Y, a su vez, la capitalización no requiere nuevas inversiones. Se logra sobre el supuesto efectivo de la sinergia.
No es necesaria más producción que aquélla que satisfaga los “beneficios esperados”, que, vimos, no necesariamente proviene de más ventas sino de ahorro de recursos. Tenemos ahí el desempleo. Si esto es así, entonces, es indiferente también quien es el consumidor y la cantidad de consumidores. El consumo no se vincula directamente con lo producido sino con los beneficios esperados que no dependen de las necesidades, sino de la magnitud de la demanda adecuada a ese efecto. Por lo tanto podemos tener grandes consumidores, hasta de productos innecesarios, como tenemos no sólo con artículos de lujo, sino de chucherías, de innumerables baratijas de rápida obsolescencia. Fomentada, a su vez, porque representa la probabilidad, para una marca, por ejemplo, de contabilizarse como capital y obtener así más flujo de dinero para el control de otras entidades, a través de nuevas “combinaciones de negocios”. Para ello es suficiente con que los consumidores virtuales que fueron capitalizados como “clientes leales” (en la jerga periodística se habla de “fidelizar el consumo”) se endeuden lo suficiente para cubrir las expectativas capitalizadas.
Por otro lado quedan los excluidos, que no lo son tanto por innecesarios a la producción, cuanto que lo son para el consumo.
Llegamos así a un pobre que ya no es el pobre mendigo de la Edad Media que sedujo a Francisco de Asís, ni los miserables ingleses que describió Engels. Es otra forma histórica de la pobreza que no deviene ni de la escasez de la agricultura, ni de la marginación del ejército de reserva del capitalismo industrial. Aunque éstos, por supuesto, perduran. Se superponen y hasta se acumulan en un solo soporte biológico.       
Entendido así, lo dicho justificaría la expresión crisis de sub-consumo sin vinculación directa con la super-producción. Es decir, como su contrapartida.

La magnitud de este no consumo, que se puede medir por el mapa de la pobreza de la FAO y las tasas de desnutrición de la OMS, y el consumo no sustentable que se puede medir por los efectos ambientales irracionales y sin “control” (vimos que su único interés reside en ser un “pasivo intangible), me inducen a pensar que, quizá, algunas investigaciones económicas podrían partir desde allí. En última instancia, la producción no es otra cosa que un consumo. Y el más importante es el de la fuerza de trabajo, tangible y no tangible.

Edgardo Logiudice
Junio 2010.



[1] BARCELO, Abel M. Sociedad  y derecho. Bs. As. 1979, Ed. Estudio, 301 Págs. Pág. 208.

[2] Una exposición del modelo utilizado y su gráfico figuran en el siguiente apartado.