En agradecimiento a los doctores Beatriz Rajland, Mabel C. Thwaites Rey y Claudio Martyniuk.
Lo ético-político.
En la vertiente gramsciana de la tradición marxista se apela a menudo a lo ético-político como espacio de construcción de una re-evolución de las relaciones sociales. Es lo que, en la misma vertiente, llamamos “reforma intelectual y moral”. Se trata del aspecto activo o proyectual donde, en la unidad orgánica del hacer-conocer conocer-hacer, el acento es puesto en el hacer del presente en relación al futuro pensado.
Si esto es así, entonces parece obligatorio reflexionar sobre las determinaciones específicas de ese genérico ético-político.
Creo que este camino nos orienta hacia el derecho, en tanto éste es una forma históricamente determinada de la normatividad. En efecto, si distinguimos analíticamente lo que aparece como un sintagma, nos hallamos frente dos formas de normatividad: la ética y la política, donde la ética está anunciando una forma distinta de la política tal como ésta se halla entendida comúnmente.
La política es entendida generalmente en relación a lo estatal. Es decir, a disposiciones que afectan las conductas de grandes grupos humanos, originadas en un conjunto de relaciones sociales normadas. En el estado moderno el Estado de Derecho, que es entonces también un conjunto de normas jurídicas a través de las cuales se definen las conductas que son objeto de aquellas disposiciones.
Si esto es así, entonces también parece obligatorio analizar esta forma histórica normativa que conocemos por derecho.
Esa obligatoriedad no es sólo un requerimiento “teórico”, sino precisamente ético, si es que efectivamente la tradición se trata de una praxis trans-formadora y, su filosofía, la de tal praxis. Es decir, intentar conocer y proyectar formas distintas que serían al menos probables de implementar. Adecuar las probables normas a los objetivos éticos de los proyectos, también probables. Es decir sujetos a la crítica de su coherencia (lógicas) y a los resultados de sus intentos (ensayos y errores).
En mi opinión, en ese cometido, es posible asentarse en algunos resultados de la misma vertiente gramsciana. De modo que mi exposición deberá abordar el conjunto normativo que llamamos Estado en el momento actual; el concepto de ideología orgánica en relación al derecho y, por lo tanto a ese conjunto normativo y, finalmente, las formas normativas en un proceso de trans-formación proyectable.
Estado de la autoridad y la potestad del Estado.
Creo que hemos pasado un buen período mentando el achicamiento, el retiro, el abandono, del Estado. Así se ha hablado y se habla con acentos positivos en los liberales y acentos negativos desde un sector de la izquierda inercial. Dejo de lado aquí algunas confusas versiones libertarias y otras más confusionistas versiones como las de Negri.
Si las primeras han persistido en no analizar la determinación histórica del Estado haciendo de él una hipóstasis o, como decía Marx, construyendo acríticamente una abstracción en base a una mala empiria, las segundas no han analizado tampoco ese conjunto de relaciones social-normativas sino en su expresión retórica, a través de la lingüística y de paradigmas históricos evocados ad hoc. Aun si muchas de estos recursos metafóricos tienen una fuerte carga de denuncia poniendo de relieve la orfandad ética del sistema, no se distinguen por bucear en las probabilidades de alguna nueva construcción colectiva.
Lo cierto es que la crisis financiera ha puesto de relieve nuevamente la cuestión del Estado. Es entonces cuando surgen reacciones en el campo de los conflictos ideológicos. Las respuestas proyectuales a la crisis.
Entonces aparece una nostálgica versión de Keynes, pero también una nostálgica versión de Marx, frente al desbarranco de lo que se llama neo-liberalismo.
La versión de Marx respecto al Estado que se trae ahora es la posterior al Manifiesto de los comunistas, cuya elaboración posterior fue la llevada a cabo tanto por las vertientes llamadas reformistas como revolucionarias: un instrumento. Versión que a lo sumo fue legítima en algunos tiempos y en algunos lugares. No ya cuando Gramsci podía distinguir en la cuestión del Estado en las situaciones que llamaba de Oriente y Occidente.
Las pretendidas autocríticas de los llamados neo-liberales no sólo son lamentos como los del profeta Jeremías, sino que ocultan también que es lo que se entendió y se sigue entendiendo por regulación o intervención estatal. Cuando antes decían que el Estado no debía regular ocultaban que estaban interviniendo a favor (o más que a favor, por decisión) del capital financiero y el complejo industrial-militar, a través del manejo de la tasa de interés por ejemplo. Lo que se ocultaba, en nombre de íconos del liberalismo no por desfasados menos genuinos, se pretende ocultar ahora con la figura de Keynes y, como dije, hasta de un Marx de medida. En ninguno de ambos casos se enuncian las circunstancias específicas, económicas, sociales ni políticas en que aquéllos actuaron. Se trata de una manipulación ideológica que apela más a las creencias que a los conocimientos científicos o de análisis crítico.
Estamos entonces frente a una elaboración ideológica que cristaliza su matiz ocultador en normatividad jurídica, en un arco que va desde simples controles hasta supuestas expropiaciones, nacionalizaciones o estatizaciones.
Las expropiaciones de bancos y fondos públicos no son sino transferencias.
Transferencias en el espacio social y en el tiempo. En el espacio social con la apropiación del trabajo colectivo acumulado en los fondos públicos con los que se saldan las pérdidas. Los impuestos ya recaudados con los que se constituyen las reservas.
Transferencias en el tiempo, también social, ya que se constituyen nuevas deudas que serán pagadas con trabajo social futuro a través de más impuestos.
Se trata de un cosmético de la misma ideología consumista de las minorías. Porque no se propone una regulación igualitaria ni equitativa de los consumos sino sólo evitar que caigan los que ya existen. Los consumos virtuales del derroche. Las bajas de las tasas de interés tienen la finalidad de reactivar lo que existía: ningún proyecto alimentario. La FAO sigue brillando por su ausencia. Por ahora ningún proyecto de bajar el gasto militar. En plena crisis otro conflicto con Siria.
Por lo demás el proceso sigue generando mayor exclusión (desempleo) y pobreza (desalojos). Exclusión y pobreza que se potencian porque al apelar a los fondos públicos para los “salvatajes” (sea del tipo escandinavo o norteamericano) éstos merman en detrimento de las políticas sociales. Al singular hombre medio de a pié la ingeniería financiera lo deja sin sus ahorros por quiebra y lo deja sin los ahorros públicos de los impuestos que pagó, porque éstos van a salvar la quiebra que lo despojó. Nada de esto tiene que ver con Keynes ni con Marx. En todo caso ellos servirán para un buen negocio editorial. De paso puede ser que alguno se desemburre un poco.
En estas circunstancias el papel del Estado tomando decisiones es bastante débil, a no ser que sea para convalidar decisiones políticas últimas que se toman por fuera suyo.
Su potestad está bastante mermada. Pero también su autoridad. No sólo por la llamada “crisis de representatividad”, que no es sino la crisis de la representación política en virtud de las transformaciones habidas en el funcionamiento de la sociedad burguesa, sino porque ya el Estado es concebido de otro modo por sus mismos protagonistas.
No se trata ya del bien común ni la voluntad general ni la universitas civium de las comunas italianas medievales como discurso legitimador. Se trata de aquéllo de que los partidos no pueden sacar los pies del plato y se denomina “políticas de Estado”. Cuando las AFJP dejan de ser el gran negocio o se avizoran sus quiebras, a pesar del subsidio estatal (también con los ahorros públicos, particularmente de los impuestos al consumo) todos están de acuerdo en que hay que “estatizar”. El problema no es que no funcionen bien para los “beneficiarios”. Si así fuese la primera preocupación estaría en los que están en el sistema de reparto. El problema es que ya no es negocio porque hay que bajar las comisiones. La diferencia luego está en como se gestionan esos fondos.
Allí las decisiones últimas tampoco surgen del Estado. Están determinadas de antemano por el estado de endeudamiento y el requerimiento de “honrar la deuda”. O, más eufemísticamente la política de “desendeudamiento”.
Ni potestas ni auctoritas, características de la soberanía estatal.
La situación nos conduce entonces, creo, a dos cuestiones: a revisar nuevamente el carácter del Estado actual y a la relación ético-política respecto a él. En el conocimiento-acción y en el acción-conocimiento, comenzando analíticamente por el primero.
La (s) ideología (s) orgánica (s).
En la distinción gramsciana entre ideologías orgánicas e ideologías arbitrarias o coyunturales, el derecho debería ubicarse como una ideología orgánica.
En esa distinción la ideología orgánica es la que cohesiona la unidad del bloque histórico.
En las relaciones sociales ideológicas, de las que el derecho es, aunque no única la más evidente, sólo analíticamente podemos distinguir el aspecto gnoseológico de las prácticas. La relación constituye una unidad orgánica de conocimiento y práctica. Una praxis en pleno sentido de hacer-conocer y conocer-hacer. El conocer se construye en el hacer. El conocimiento, aun en sus formas más simples (aun más simples que la creencia ingenua de Bourdieu) provee el telos a la acción. La acción supone un propósito (conciente o inconsciente), una norma de disposición de las conductas orientadas a un logro.
La norma de disposición de la conducta puede ser autónoma o heterónoma. Por supuesto que tal autonomía o heteronomía es siempre relativa en relación a las acciones de los demás, por cuanto los hombres viven en sociedad.
La división social, entre dominantes y dominados o gobernantes y gobernados, supone la existencia de relaciones que son relativamente autónomas para los dominantes y relativamente heterónomas para los dominados.
La permanencia de estas relaciones supone una relación de fuerzas que, si no es mantenida por la coacción violenta o la aplicación directa de la fuerza, se sostiene en un alto grado de consentimiento o asentimiento. Lo que llamamos consenso.
El mayor o menor grado de consenso sostiene la posibilidad de que prive una u otra ideología política, social, económica, jurídica. Estos aspectos también se hallan en una unidad orgánica con mayor o menor coherencia, mayor o menor grado de creencia o fe, de mayor o menor elaboración, de mayor o menor conocimiento. También mayor o menor capacidad de adecuación a las circunstancias históricas de que es también parte orgánica. Estos distintos grados conformarán la capacidad hegemónica en la relación de competencia o conflicto entre las ideologías. En este lugar se conforma el modo de producción ideológico que determina las formas políticas. En este modo de producción ideológico funcionan hoy, además de los partidos políticos cuyo propósito manifiesto es alcanzar el nivel de productores directos jurídico-institucional (legisladores o funcionarios), los grandes medios de difusión, los lobistas, las ONG, sin perjuicio de las tradicionales, como la (s) iglesias (s), los sindicatos y las corporaciones.
Haciendo un corte en un período histórico de lo que denominamos modernidad, las leyes originadas por el sistema instituido de normas que denominamos Estado poseen mecanismos de legitimación que generan y reproducen el consenso. Es decir, esas leyes son la cristalización de las ideologías políticas, sociales, económicas y jurídicas cuya unidad orgánica es hegemónica. Los mecanismos de legitimación conforman el modo de producción jurídico-político, que condiciona el conjunto de las relaciones en que se realiza la producción de bienes y las formas sociales que aquéllas determinan. Aquí hallamos a los productores directos de leyes, decretos, resoluciones, dictámenes. En suma, normas jurídicas en las que cristaliza un conjunto ideológico. Conjunto ideológico cuya mayor o menor coherencia y adecuación reproduce la legitimidad de determinadas relaciones de gobernabilidad, es decir, de dominación.
El derecho constituye así la ideología orgánica que cohesiona el conjunto del bloque histórico.
Digo que la ideología hegemónica cristaliza en el derecho y deviene orgánica porque no se me ocurre expresión metafórica mejor. Se trata de la formalización sistematizada de normas que se respaldan en una organización tal que determinados individuos singulares son investidos del privilegio de ejercer las sanciones que definen la licitud de las conductas. Un robo es un robo cuando está sancionado pero, además, cuando la coacción sancionatoria es efectiva.
Cuando no hay fuerza o consenso para ejercer la violencia autorizada se debilita el carácter cohesionador de la ideología orgánica. Así sucede cuando lo que llamamos Estado es privado de los medios para ejercer el poder sancionatorio.
Pero el poder sancionatorio no es más que la violencia legítima, esto es, autorizada por el sistema de normas que reconoce un auctor considerado legítimo. Cuando la violencia no reconoce esa auctoritas pero no obstante funciona determinando conductas, por ejemplo a través de las deslocación de empresas, fuga de capitales, desvalorización de las monedas, etc., entonces también el derecho pierde su carácter cohesionador.
Otras ideologías asumirán ese carácter acudiendo, por caso, a identificaciones étnicas, religiosas, idiomáticas, históricas o tradicionales. La dominación y la resistencia puede entonces tornarse más oscura, más ancestral. Pero nada obsta a que esto pueda ser también manipulado.
Reproducción de la legitimidad.
Leyes o resoluciones jurisprudenciales o interpretaciones doctrinarias provistas de auctoritas, son cristalización de ideologías. Pero las normas, además de disponer y tipificar conductas, son descripciones abstractas de relaciones sociales que se hallan en acto, cuya enunciación, seguida de la amenaza de la sanción en caso de incumplimiento, le provee la potencia necesaria para su reproducción. Estas relaciones sociales en acto, en las sociedades de intercambios mercantiles, son los contratos. Los contratos realizan el derecho. Son el derecho vivo. A través suyo se reproduce la ideología que cohesiona el conjunto del bloque.
Si el Estado es el conjunto de normas jurídicas, es entonces la forma de la ideología hegemónica que funciona como ideología orgánica.
Si esto es así, entonces el Estado se reproduce “en hueco” en cada contrato, puesto que cada contrato supone la sanción por incumplimiento que no es sino la función ideológica del Estado como garante del cumplimiento de la obligaciones mediante el uso legítimo de la fuerza.
Es verdad que los contratos se cumplen sin tener a la vista esa amenaza sino fundamentalmente en virtud de la razón instrumental. Pero la forma contrato supone una legitimidad en la que el Estado ya está incorporado como auctor de la norma que la garantiza. Que transforma lo que se actúa como derecho en una obligación, en un deber.
Un deber, precisamente, porque la norma es, para las partes, heterónoma y su heteronomía reside en la potestas del Estado: el uso de la fuerza legitimado. Allí donde la “fuerza-de-ley” que provee auctoritas deviene “legalidad-de la-fuerza” que provee potestas.
Claro que si ésto es así, entonces existirá una relación entre la densidad contractual y la legitimidad del orden establecido que los contratos reproducen. Podríamos decir que a mayor contratación, mayor legitimidad y a la inversa. No sería de extrañar, entonces, que el consenso fuese mayor en los sectores de mayor consumo y, a la inversa, mayor indiferencia por la legitimidad en los que están excluidos de la contratación. Quizá por aquí podamos tener una pista sobre la “crisis de representatividad”.
Si lo que vengo diciendo es acertado, entonces, para los sectores demorados o excluidos de la contratación, la ideología orgánica que cohesiona el bloque habrá de debilitarse. No será tan sólido el “imperio de la ley”, cosa por lo demás evidente.
No se trata de afirmar acá que el crecimiento del delito tiene su fuente en la pobreza, sino que en los sectores desfavorecidos (como los denomina Rawls) la ideología orgánica no halla forma de reproducirse por carencia de contratación.
No se trata de delitos o ilícitos, acciones violatorias de la ley. Se trata de acciones no contractuales. Una usurpación o un hurto es una forma de adquisición no contractual.
Pero el descenso de las conductas contractuales hace aparecer aquello mismo que el contrato oculta. La desigualdad entre los contratantes. La exclusión de la contractualidad deja así desnuda la relación de dominación que el contrato elude.
Fuera del contrato la relación sólo deviene relación de fuerza. Las formas violentas de dominantes y dominados. Reaparecen formas arcaicas de dominación y resistencia.
Entre ellas las formas religiosas. Gobiernos teocráticos de Oriente y Occidente no asentados tanto en la fe como en el saqueo de recursos naturales. El Destino Manifiesto de los Estados Unidos, huele bastante religioso: a las religiones de predestinación.
La proyección.
Frente a ésto el empeño ético resulta insoslayable. La dificultad reside, me parece, en las acciones colectivas proyectables.
El contrato es el continente secular de las aspiraciones de igualdad y libertad, despojadas del velo religioso-teológico. Diversas herejías fueron expresión de esas aspiraciones éticas. Parece que herejía etimológicamente significa libre elección y, en definitiva, el cristianismo no fue sino una herejía para los judíos. Como lo fueron los reformadores para la iglesia católica. Mucho más los librepensadores.
Pero en sociedades de dominación la libertad no está repartida igualitariamente, pese a la ideología del liberalismo. Sólo aparece así en la ideología orgánica que es el derecho moderno. De modo que ese continente secular oculta su contenido. No obstante, el contrato contiene en potencia relaciones no heterónomas, es decir, de no dominación. Las contiene como un aspecto de la ideología, como una creencia, no religiosa sino secular. Creencia es aquéllo que, no sujeto a crítica, se acepta como supuesto. Las relaciones no heterónomas son autónomas. Las aspiraciones de libertad e igualdad son aspiraciones de generar normas de no dominación. El contrato es una forma de normatividad que contiene en potencia, no aun en acto, relaciones de no dominación. Si a través suyo se reproduce la ideología hegemónica es también a través suyo que se han mantenido las aspiraciones de no dominación. Se trata de opuestos en una unidad.
Si esto es así, quizá otra normatividad se pueda generar desde otra construcción que ponga el centro en la autonomía sin perjuicio de que, cuando se puede (es decir, cuando hay relación de fuerzas suficientes) se pelee aun desde algunos bordes del sistema estatal.
Creo que habría que distinguir entre la lucha ideológica (el plano de la reforma intelectual y moral) en el que es obligatorio, como condición de la autonomía, denunciar el carácter del Estado en las condiciones actuales, y el plano de las acciones colectivas. Normalmente éstas se desarrollan por fuera y muchas veces contra la normatividad estatal, pero no me parece mal tampoco afectar recursos entendidos como del Estado. Esto es, la lucha ideológica, aun dentro el sistema de relaciones organizadas normativamente. Es una cuestión de relaciones de fuerza.
Contra el Estado se entiende la lucha ideológica propiamente dicha, es decir de denuncia y por la hegemonía. No la anarquía sino la autonomía.
Se trata de generar otras relaciones sociales no en el falansterio pero sí con formas de organización autónomas del Estado. Si el derecho positivo es la ideología cristalizada que funciona como cohesionadora del bloque, de lo que se trata es de cambiar la ideología asentada en otras relaciones sociales menos heterónomas. Eso no significa asambleísmo a ultranza ni horizontalidad a ultranza, pero sí demistificar las formas representativas, generando controles, cargos renovables y rendiciones de cuentas. Generar la delegación, el mandato no representativo revocable. Otra normatividad no quiere decir inventar normas sino criticar los supuestos y re-significar, re-funcionalizar la normatividad sobre otros supuestos.
Si a todo esto le queremos llamar Estado, no hay problema. Pero entonces debemos aclarar que está re-significado, refuncionalizado y que no requiere la sacramentalidad representativa. Sí que tiene que ser técnicamente electoral, pero no necesariamente en el espacio dado y propuesto por el derecho, es decir los mecanismos del sistema representativo electoral. Trátese de aparatos propiamente estatales o aparatos corporativos, como los sindicatos, las cooperativas, etc.
Si se trata de la lucha ideológica, dado que el acento es de su crítica, pueden tener mayor relevancia las cuestiones más generales: la paz, la pobreza, la destrucción del planeta.
Tratándose de lugares específicos, esas grandes cuestiones funcionan sólo como rumbos, pero las respuestas que, en definitiva son creaciones normativas, no pueden ser sino específicas. Eso es generación de otra normatividad y, por lo tanto de otra forma de organización “pública”.
La crítica no debería tener como propuestas meras consignas genéricas, puesto que se trata de generar normas adecuadas a transformaciones probables. No digo posibles, porque la posibilidad normativa queda circunscripta a la ideología orgánica. Lo probable exige un grado de racionalidad que la excede, pues critica sus supuestos.
Creo entonces que enfocar la cuestión del Estado desde el punto de vista de sus mecanismos ideológicos cristalizados significa desintegrar su carácter de hipóstasis, de persona portadora de un misterio, ya no religioso sino secular. Precisamente el Estado se presenta, en virtud del contenido teológico de la representación, que sustenta el derecho como ideología orgánica, como Persona. Es el elemento teológico superviviente en la razón instrumental.
He querido con lo dicho traducir la distinción gramsciana entre ideologías orgánicas y coyunturales. Quizá sea hereje asociarlo a las normas, pero me resisto tenerlas como dogma. Si el ensayo es fecundo o no lo dirá la prueba del error.
Edgardo Logiudice
Noviembre 2008.