lunes, 9 de mayo de 2011

Pobreza y propiedad. Hipótesis, sobre la propiedad de los productos de la industria del hombre, el uso y el consumo. Una disputa teológica.


Es ésta una reflexión sobre cosas tan prosaicas como los caracteres de los bienes que, siendo logrados por el hombre, le rodean, condicionando su pensar, su decir y su propio hacer.


La cuestión.

Hay un episodio de la historia de los franciscanos en que la pobreza se convirtió en moneda de pago de la propiedad privada moderna.
Giorgio Agamben lo relata, a su manera, para indicar un paradigma de la actual desposesión del uso común de los bienes. Consecuente con su concepción de la historia o, dicho como suele hacerlo, arqueología, halla en la posición del papa Juan XXII en el episodio, una profecía inconsciente de lo que hoy sucede con el consumo. El papa decía que no había uso separado de la propiedad. El uso de un bien consumible es el propio consumo, por lo tanto el que consume debe ser propietario. Por ello, hoy, la infelicidad de los que consumen se funda en que se creen propietarios.

Se trata de una disputa, formalmente teológica, con Guillermo de Ockham, en la que el papa condena el uso de hecho común que, de los bienes, hacían los franciscanos, en la Bula Ad conditorem canonum de 1322.
La evocación es muy sugerente y, quizá, su construcción histórica coadyuve a desentrañar algunos elementos de la profecía presentada.

Intentaré, por ello, señalar que la disputa concierne a la forma jurídica de la mercancía, es decir a su modo de apropiación que determina su forma de propiedad; la propiedad privada contractual. La forma de propiedad moderna contra la que se alzaron los movimientos socialistas de los siglos XIX y XX.
Este sintagma (propiedad-privada-contractual) pretende señalar su distinción con el dominio propio del régimen de señorío sobre las tierras, característico de las economías agrícolas, fundado en la conquista y la ocupación. Dominio que, por lo tanto tiene carácter de soberanía política. Distinguiéndose también, por lo menos, de las nuevas formas de propiedad actuales sobre los bienes intangibles, inmateriales o incorpóreos. En las que lo apropiable ya no se concibe como relación entre hombres (individual o colectivamente) y cosas (bienes muebles, inmuebles o derechos), sino con los beneficios esperados. Es decir, no se trata de una propiedad privada, ni personal ni colectiva, sino abstracta, sobre resultados de una combinación de negocios. Un uso de hecho de recursos formalmente contractuales no necesariamente apoyados en la ley ni ilícitos, sino a-legales.
La propiedad privada contractual, clásica para nosotros, es la propiedad de matriz mercantil-capitalista, objeto de la crítica de Marx.


Francisco de Asís y los menores.

De antaño existían grupos que, frente al mundo hostil de las guerras y la servidumbre, optaban por vivir alejados de él, solos o en comunidad, bajo una serie de normas más o menos ascéticas. Cenobitas o ermitaños buscaron su libertad en una vida espiritual despreciando los bienes materiales.
Los siglos XII y XIII son reconocidos por los historiadores como un momento de renacimiento de las ciudades al impulso del comercio y las manufacturas, una transformación considerable en la agricultura, crecimiento demográfico, conformación de ciudades-estados, fuertes cambios técnicos, culturales, artísticos y religiosos. En suma, grandes mutaciones en las relaciones sociales y en el modo de vida.
Señala la tradición franciscana que nace en Asís, en 1181, Giovanni Bernardone, hijo de un rico mercader y una noble provenzal. De los viajes a las ferias de Francia con su padre deviene su gusto por el francés, por lo que será llamado Francesco.  
Joven de vida dispendiosa se aventura en un par de campañas militares, en la última de las cuales, la visión de un leproso despierta su vocación de servir a Cristo. Con esa llamada, peregrina a Roma. Vio que los pobres dejaban sus limosnas en la tumba de Pedro, vació él también la suya, intercambió sus ropas con un andrajoso mendigo y durante el resto del día guardó ayuno entre la horda de limosneros. Se convierte así en il poverello.
Algunas comunidades de cristianos se habían dado algunas reglas de vida en común, entre ellas la benedictina. Más éstas habían convertido ya sus monasterios en grandes señoríos donde los monjes usufructuaban el trabajo servil. Oraban, estudiaban, pero no predicaban. Caídos en desprestigio por sus riquezas y enclaustrados, no despertaban el entusiasmo de las gentes de las nuevas ciudades, ni el de la propia iglesia romana que no acababa de hacer pié en las nuevas circunstancias históricas. 
Francisco, con algunos amigos, canónicos y magnates, optan por salir al mundo, a las nuevas ciudades a predicar las virtudes de la pobreza, la penitencia por los apetitos  carnales, la paz y el amor fraterno. Llámanse, entonces, hermanos o frates.  
Llegados los miembros a doce, como los apóstoles, Francisco decidió escribir una Regla, que lleva a Roma para lograr la aprobación del papa Inocencio III, quién, aunque no escrita, se la confiere. Nace así la orden de los hermanos menores.
Pronto viajó a Bologna Bernardo de Quintavalle, un magnate de Asís, que fue el primero que se unió a Francisco.
Su ubicación, en los lugares de la ciudad algo alejados de las iglesias, donde el clero secular no llegaba, y el altar móvil que, á diferencia del altar fijo les permitía oficiar casi en cualquier lugar, posibilitó su espectacular propagación.
Un hecho nos pone frente a las dificultades que afrontaría el carácter ambulatorio de la prédica.
Una joven vecina de Asís, Clara Scifi, hija de un rico conde, oye un sermón de Francisco y, con algunas compañeras, se pone a su servicio. Visita a il poverello en la capilla, don éste, tras cortarle el cabello, la viste con una basta túnica y un grueso velo.
Francisco escribe para ellas una Regla y nace así la Orden de las Damas Pobres, después Clarisas.
La Regla contenía la promesa de vivir pobres y encerradas. Naturalmente requerían de un lugar de asentamiento para su clausura. Aparecen así, en la obra de Francisco, los conventos. Para ellas fueron provistos por reyes, reinas y mujeres de la nobleza que donaban sus dotes y testaban a cambio de algún lugar de enterramiento.
Su contacto con el exterior y sus provisiones quedaron a cargo de los franciscanos.
Pero pronto también la numerosa cantidad de hermanos menores requirió medidas de organización y localización. Así lo hicieron al pié de los burgos donde solían predicar.
De esta manera muchos mendicantes ya no eran predicadores ambulantes, sino tenedores en comunidad de bienes muebles e inmuebles.
Esto significó, aun en vida de Francisco, una diferencia entre los conventuales y los espirituales, que reprochaban a aquéllos, una vida cómoda y falta de vocación por la pobreza evangélica.
Naturalmente el papado no podía ser ajeno a estas cuestiones. Por un lado, los frailes competían con el clero secular de las iglesias, al punto de establecerse en qué lugares aquéllos no podían oficiar. Por otro, los conventos se iban asemejando a los viejos monasterios. De modo que los conventuales eran criticados, a la vez, por los espirituales y el clero secular que, a su vez, era criticado también por los espirituales.
La iglesia romana, que auspiciaba las órdenes mendicantes, tenía ahora abierto dos frentes.


La Regla no bulada.

Pero veamos ahora de que se trataba originariamente la Regla de la mentada pobreza franciscana que, en el camino, junto a las disputas teológicas, se llevaría a algunos con quemaduras de tercer grado. El fuego de la hoguera purifica el dogma, lo libra de herejías.
.
Francisco había escrito en 1209 la Regla que el papa había aprobado de palabra. Por eso se la conoce como no bulada, por oposición a la que, en 1223, aprueba Honorio III por medio de la bula Solet Annuere. Esta es la regla oficial en la que fueron salvados ciertos rigorismos, tales como el deber de odiar al padre y a la madre, que Francisco había copiado el Evangelio de Lucas. También los preceptos referidos a las relaciones con las mujeres: la primera epístola de Pablo a los Corintios amenaza con pena de destrucción divina la violación del deber de mantener puros los miembros.

El que quería integrar la comunidad debía vender todas sus cosas y distribuir todo a los pobres. Debía también guardarse de “recibir dinero alguno ni por sí mismos ni por intermediarios. Sin embargo, si lo precisan, por causa de esta necesidad, pueden los hermanos recibir, al igual que los otros pobres, las cosas necesarias al cuerpo, excepto el dinero”.

Por toda ropa podía tener “dos túnicas sin capucha, el cordón, los calzones y el capotillo hasta el cordón”. Podían, eso sí, “con la bendición de Dios, remendarlas de sayal y de otros retales”.

Libros podían tener, pero sólo los necesarios para oficiar. A los laicos que sabían leer les estaba permitido tener el salterio. “Pero a los demás, ignorantes de las letras, no les está permitido tener ningún libro”.

Trabajar podían en lo que supiesen. “Y por el trabajo puedan recibir todas las cosas que son necesarias, menos dinero”.

En esto la regla era terminante: “ninguno de los hermanos, dondequiera que esté y dondequiera que vaya, tome ni reciba ni haga recibir en modo alguno moneda o dinero ni por razón de vestidos ni de libros, ni en concepto de salario por cualquier trabajo; en suma, por ninguna razón, como no sea en caso de manifiesta necesidad de los hermanos enfermos; […]”.

Por ello, cuando fuera menester podían ir “por limosna como los otros pobres”.

Pero la limosna que recibieran no podía ser en dinero. “Y si acaso […] ocurriera que algún hermano recoge o tiene pecunia o dinero, exceptuada tan sólo la mencionada necesidad de los enfermos, tengámoslo todos los hermanos por hermano falso y apóstata, ladrón y bandido, y como a quien tiene bolsa […]”. Y los hermanos de ningún modo reciban ni hagan recibir, ni pidan ni hagan pedir, pecunia como limosna, ni dinero para algunas casas o lugares; ni acompañen a quien busca pecunia o dinero para tales lugares  […]”

Conforme a la regla, el goce consiste en la pobreza. “Y deben gozarse cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con los pobres y débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los caminos. Y, cuando sea menester, vayan por limosna. Y no se avergüencen […] Y cuando los hombres los abochornan y no quieren darles limosna, den por ello gracias a Dios […]. Y la limosna es la herencia y justicia que se debe a los pobres adquirida para nosotros por nuestro Señor Jesucristo”.

Y así debían andar mendigando, predicando y a pié: “Cuando los hermanos van por el mundo, nada lleven para el camino: ni bolsa, ni alforja, ni pan, ni pecunia, ni bastón (cf. Lc 9,3; 10,4; Mt 10,10) […] Ni les sea permitido cabalgar, a no ser que se vean obligados por la enfermedad o por una gran necesidad”.


No llevar bolsa, pues Jesús no la llevaba. Los dineros de las limosnas para las necesidades de los apóstoles, si es que no eran para los pobres o enfermos que atender, iban en la bolsa de Judas.
Pero el despojo de los bienes es tan absoluto que no deben llevar consigo ni siquiera pan.

Ya en 1210 Masseo mendigaba con Francisco. En Las florecillas de San Francisco,obra literaria del mil trescientos, se narra que al cabo de un día el santo, “de escasa apariencia y pequeña talla”, había obtenido unos pocos restos de pan seco, mientras que Maseo, “de atractiva presencia física”, hasta panes enteros. Visto lo cual Francisco dijo “no somos dignos de un tesoro tan grande”, respondióle Masseo “¿cómo se puede hablar de tesoro, donde hay tanta pobreza y donde falta lo más necesario? Aquí no hay cuchillo ni mantel, ni tenedor ni cuchara, ni casa, ni mesa, ni criado ni criada”.
Y Francisco reflexiona: “Esto es precisamente lo que yo considero gran tesoro, el que no haya aquí cosa alguna preparada por industria humana, sino que todo lo que hay nos lo ha preparado la santa providencia de Dios, como lo demuestran claramente el pan obtenido de limosna, la mesa tan hermosa de piedra y una fuente tan clara.”
Verdadera o no la reflexión de il poverello muestra el espíritu de algunos seguidores todavía un siglo después: La riqueza apreciada es lo que Dios le ha provisto, la providencia divina es gratuita, la limosna es la justa herencia adquirida por Jesús para los pobres. La piedra y la fuente son la prueba de la providencia. Ninguna cosa provista por la industria humana lo es, esta riqueza es despreciable.
Lo único necesario está provisto por Dios, lo demás es superfluo. Y todo lo que Dios provee es para usar o consumir, gratuitamente, por obra de la gracia. Usar de hecho, sin comprar ni vender, sin nada que intercambiar: ni dinero ni pecunia.
Eso predicaban, en las puertas de las ciudades, donde las manufacturas y el comercio florecían.


La propiedad del humo. 

La vida en los conventos propiciaba el estudio y la contemplación, pero alejaba a los frailes del común. Además, las donaciones, aunque prohibidas las dinerarias, ya no eran restos de pan, sino solares y fuertes provisiones. Las comunidades conventuales recibían así grandes beneficios, exenciones fiscales y una holgada vida. Su situación se asemejaba a los monasterios.
Discordancia, pues, entre la práctica y la regla.

Los papas habían auspiciado las órdenes mendicantes. Formaba parte de la reforma que propiciaba Gregorio IX, sobrino de Inocencio III que había aprobado la Regla verbalmente. Gregorio, que codificó el derecho canónico y creo el tribunal de la Inquisición, siendo aun cardenal, había contribuido a atemperarla. Pero la discordancia entre práctica y prédica levantaba escándalo.
Inocencio IV y Nicolás III encuentran una fórmula para resolverla: la propiedad de los bienes será de la Iglesia y los franciscanos tendrán el uso de hecho (usus facti) de ellos.
Se trata de una ficción, pues salvo la venta, que les está prohibida, los franciscanos disponen de los bienes sin ser propietarios, ni usufructuarios, ni poseedores. De este modo cumplen formalmente la Regla. No tienen ningún derecho. Propiedad, dominio y cualquier derecho correspondían a la iglesia romana.
La conciencia de los hermanos quedaba a salvo. Dice Michel Villey: “al papado el humo, a los franciscanos el asado”. 
  
En el Siglo XIV transcurre la disputa sobre el poder temporal de la iglesia romana.
Una bula de 1302 pretendía imponer la teocracia pontificia a Felipe el Hermoso, rey de Francia. Estas circunstancias, las disputas internas de la iglesia y las diferencias entre ésta y la Orden franciscana y, en ésta, la controversia entre conventuales y espirituales, acaban en la elección del papa Juan XXII. Hombre de gobierno y jurista más que teólogo, está dispuesto a liquidar la indisciplina.
Para ello debía contradecir la doctrina de sus antecesores respecto a la orden. Pone en tela de juicio el dogma de la infalibilidad de sus antecesores, declara herejes a los espiritualistas y arremete contra los privilegios de los conventuales. Para ello sostiene que ni Jesús ni los apóstoles renunciaron a la propiedad. Construye su argumento jurídicamente. Contra él se alzará Guillermo de Ockham, hasta entonces teólogo y filósofo, desconocedor del derecho.

Dos piezas constituyen los documentos centrales de la polémica. La bula Ad conditorem canonum y el escrito Opus nonaginta dierum de Ockham. Pero, antes es necesario ver el antecedente sobre el que girará la disputa.
Como vimos, Nicolás III había ratificado la fórmula de la propiedad de la iglesia romana y el simple uso de hecho de los frailes. Emite la bula Exiit qui seminat para “cerrarle el camino a los envidiosos” y “a fin de satisfacer la delicadeza de la conciencia de los Hermanos”.
Frente a quienes sostenían que renunciar a toda propiedad ponía en peligro la vida, que era tentación al suicidio, Nicolás se opone diciendo que “para vivir confían en la divina Providencia sin desdeñar ninguna providencia humana”, mendigando humildemente. Pero si se acabaran esas obras de misericordia, los Hermanos, igual que cualquiera “podrán providenciarse de lo necesario para satisfacer las necesidades de la naturaleza”, como se establece en caso de necesidad extrema, porque “la necesidad está eximida de toda ley”.
De modo que la renuncia a la propiedad de todas las cosas “es santa y meritoria”. Pero la renuncia a todo tipo de propiedad no “debe entenderse como obligación a la renuncia del uso de las cosas”. En los bienes temporales hay que distinguir propiedad, posesión, usufructo, derecho de uso y “el simple uso de hecho”. De este último todos tenemos necesidad “para mantenernos en vida”. El simple hecho de usar no da ningún derecho.
Los Hermanos pueden usar libremente de todas las “cosas necesarias para la vida”. Les está permitido un uso moderado, mientras dure el permiso del otorgante. Pueden, además, sostenerse por lo que consigan “por su propio trabajo”. De lo que no pueden hacer uso nunca es de dinero.
Pero, dice, por el derecho civil el uso y el usufructo no puede separarse del dominio perpetuo. De modo que si el uso fuera separado perpetuamente del dominio, éste resultaría inútil. Pero la conservación del dominio con la “concesión de su uso” a los pobres, no es infructuosa, teniendo en cuenta que es meritoria para la eternidad”. Tiene ventaja también “para la profesión de pobres voluntarios” porque “intercambian los bienes temporales por los bienes eternos”.
Por todo ello “la Regla concede a los Hermanos el uso de las cosas necesarias para el alimento, el vestido, el culto divino y el estudio de la sabiduría”.      
Ahora bien, lo que les es concedido lo es “por el amor de Dios”. Se presume verosímilmente que, salvo declaración en contrario, lo es con la intención de que sea de modo perfecto, es decir, con el deseo de trasmitir la propiedad. Pero “en lugar de Dios no hay nadie a quien el dominio de tal bien pueda ser transferido de modo más conveniente que la persona del romano Pontífice, vicario de Cristo, y la Sede Apostólica”. El papa es el padre  de los frailes. Entonces éstos pueden recibir lo donado como el hijo para el padre, el servidor para su señor y el monje para su monasterio. Por lo tanto “recibimos por autoridad apostólica para nosotros mismos y para la Iglesia romana, el dominio y la propiedad de todos los utensilios, libros y muebles” que los Hermanos puedan obtener, de los cuales ellos pueden usar, con simple uso de hecho.
También pueden recibir para la Iglesia Romana terrenos y casas, de los que tendrán su uso de hecho. Pueden abandonar libremente el lugar de residencia, pero las iglesias, oratorios y  los cementerios quedarán para la Iglesia.
En relación al dinero, que les está vedado usar, prevé un mecanismo de préstamo muy singular. El asunto es que las limosnas pueden escasear y que haya que prevenir necesidades. En ese caso “podrán decir, sin atarse a ninguna obligación, que tienen la intención de empeñarse fielmente en pagarles mediante las limosnas que puedan conseguir de la ayuda de otros amigos”. En ese caso, harán “de suerte que quien da la limosna sea también quien efectúe el pago”. Esta misma solución es para el caso de necesidad de editar libros, construir iglesias o residencias, compra de tejidos o libros.
Adquirir estos bienes “comprados con limosnas”, puede hacerse “bajo cualquier cláusula”, pero cuidando las formas verbales, no usando palabras incompatibles con su estado. Tampoco pueden hacerlo directamente, debe aparecer que quién compra es el donante o, por lo menos, que éste autoriza a alguien nombrado por los hermanos a que lo haga. Queda así salvada la pureza de la Regla. 
Los libros y muebles sin dueño conocido en poder de la Orden son de la Iglesia. Pero los frailes pueden con ellos hacer trueque. En el caso de que sea necesario venderlos el dinero obtenido será manejado por un delegado de la Santa Sede, pero será gastado en comprar otras cosas útiles a los Hermanos.

Para Francisco en 1209 el uso era condición del disfrute espiritual. La provisión de su dios, la Providencia divina, para el gozo espiritual. Su relación con los restos de pan seco era como la relación campesino con el uso precario de la tierra: obtención de los frutos consumibles para el simple sustento.
Setenta años después, al tiempo de la bula de Nicolás, para los conventuales se trataba de la provisión de un provecho por reyes y magnates para sus labores y conocimientos.
La relación de los conventuales con los bienes temporales le agregaba la organización comunitaria, es decir política, y el provecho de una posesión señorial: tierras, casas, menaje, libros. Bienes no consumibles. Unos, objeto de soberanía y otros, de la industria humana. Especie de posesión vasallática, beneficiada con inmunidades, sin obligación de armas. En la que había emergido la necesidad del dinero para la provisión bien humana de los bienes de su industria, es decir, de mercancías. Cosas que los frailes podían comprar o vender, por interpósita persona.
Estado de pobreza enmascarado donde la Iglesia tomaba el lugar del señor o del feudal, pero sin los privilegios de éstos. Emergencia del dinero oculta por el simple arbitrio de no tocarlo. Espejo casi, del desarrollo mercantil en una sociedad señorial.


Juan XXII.

Tal era el estado de cosas cuando, casi medio siglo después, es elegido Juan XXII dispuesto a dar el combate por todo el poder temporal, la plenitudo potestatis.
Como Tomás de Aquino, su maestro, sostenía que los papas podían revisar los decretos de sus antecesores, si ello era conveniente al bien común.
De modo que, en esa tesitura, pone en tela de juicio las disposiciones de Nicolás. Dicta la bula Ad conditiorem canonum.
Por un lado, el atributo de propietario de la Iglesia Romana de los bienes de que gozaban los conventuales, la obligaba a salir a la defensa en juicio frente a cada litigio, de lo cual no sacaba ningún beneficio. Sólo, dice, sirve para perder el tiempo y el honor.
Por otro lado, el llamado a la moderación no había sido oído por los frailes, que seguían atendiendo a las solicitudes terrenales más que a las espirituales. En suma, no vivían en la pobreza sino en el ocio.
Siendo, como era, más jurisconsulto que teólogo, ataca la situación con argumentación jurídica: el goce de los bienes por lo Hermanos no constituye un uso de hecho. El uso es siempre uso de derecho, un resultado de la propiedad. Por lo tanto los franciscanos son propietarios de los bienes que usan.
En la argumentación hay un punto extremo: los bienes consumibles. El consumo agota, termina con la cosa. Por lo tanto ese consumo es poner en acto lo que está en potencia en el derecho de propiedad, la facultad de disposición absoluta de la cosa, el abutendi. Aquí no se puede separar la propiedad del uso. El uso es siempre jurídico (usus ius) o porque se es dueño o, en las cosas no consumibles, porque el propietario lo ha autorizado. De este modo todos los bienes temporales tienen que tener propietario. Y, en el caso de los bienes consumibles, la propiedad es siempre personal, es decir privada. No se puede decir que la propiedad es común de la comunidad conventual o de la Orden, porque ésta no come. Lo hacen sus miembros. Villey dice que de ese modo cuando Francisco comía un pedacito de queso era propietario.
No tiene sentido seguir aquí toda la construcción jurídica de Juan, pero hay, entre las prohibiciones a los representantes de la Iglesia, una muy sintomática: “la administración de cualquier mercancía”, refiriéndose a los bienes de los que quería que los frailes fueran propietarios.
Es decir, al cubrir con el derecho de propiedad todos los bienes, todos los bienes son mercancías.
Lo que Agamben entiende como “profecía inconsciente” es, en realidad, el síntoma de la necesidad de un tipo de propiedad distinto al de la tierra. Es la propiedad de los bienes muebles: frutos de la tierra que, con los progresos de la agricultura ya eran productos excedentes y, productos de la industria humana con el avance de las manufacturas. Es decir que estaban listos para el mercado. Por lo tanto, mercancías. 
Profecía inconsciente que, paradójicamente, será perfeccionada por el contrincante de Juan, Guillermo de Ockham, defendiendo el uso de hecho de los frailes.


Guillermo de Ockham.

Más teólogo y filósofo que jurisconsulto, Ockham aparece envuelto en esta disputa por salir en defensa del fraile Miguel de Cesena, que había sido declarado hereje por Juan. Aunque Cesena apoyaba a los espirituales, tanto él como Guillermo eran enemigos del poder temporal del papa o, más aun, partidarios del emperador Luis IV de Baviera.
La defensa de la pobreza de los franciscanos por Ockham se inscribe, entonces, en ese marco y la argumentación deviene así teológica. Pero el resultado será una innovación jurídico-política.
Ockham acude a los textos sagrados a partir del Génesis y terminará consagrando el origen humano y convencional de la propiedad privada. La pobreza restará como una libre elección.
El asunto clave para distinguir diversos estados de dominio y propiedad se halla en la caída, es decir cuando la curiosidad empujó a Adán y Eva a querer conocer los frutos del árbol del bien y del mal.
Antes de la caída tenemos dos situaciones: a) todos los seres animados, incluidos Adán y Eva, tienen la potestad de usar lo creado, pero no al mismo tiempo sobre una misma cosa y b) Adán y Eva, además, tienen el dominio de las cosas, la potestad de “regir y gobernar racionalmente lo temporal” sin “violencia o daño alguno a los hombres”.
De otra manera, el uso y el señorío. El uso para todo viviente, en realidad, animal, de la tierra, las aguas, la luz de los astros y los vegetales. Se puede leer como la simple nutrición. Pero, para los “primeros padres”, el señorío, es decir el gobierno y el uso de todo, incluidos los otros vivientes. Algo más que el alimento, un poder.
Este dominio era ad libitum, libre, a gusto y común a Adán y a Eva. No teniendo resistencia de otros hombres, no había de qué defender ese dominio. No se trata, entonces, de propiedad, aunque hubiera distribución del uso entre la pareja.
La situación cambia después de comido el fruto. La naturaleza ofrecerá resistencia como castigo: Eva sufrirá los embarazos y será dominada por el marido, Adán deberá ganarse el pan con su trabajo de la tierra, entre cardos y espinas.
Pero antes de llegar la propiedad privada o personal, Ockham indica un estado intermedio: un estado que no es la propiedad personal ni la propiedad en común. Es el dominio como potestas appropiandi, potestad de apropiarse de las res nullius, es decir, de las cosas sin dueño. Una apropiación que puede ejercerse o no, por lo tanto fundada en la libertad. Pero también significa la existencia de poseedores: si hay cosas de nadie es porque hay cosas de alguien. Es decir, hay distribución de bienes, sino como propietarios, como poseedores. No se trata de usuarios, sino de poseedores individuales.
Poseedores individuales que son libres de poseer o no. No se trata ya de la apropiación de los frutos de la tierra, obligatoria para alimentarse por medio del trabajo-castigo.
Se trata de la apropiación de bienes que no están distribuidos, lo que significa que hay otros que lo están. Es decir, una sociedad de poseedores de bienes muebles, en la que la simple posesión se presume legítima. Es verdad que la posesión precede a la propiedad, decía Marx. Una sociedad donde el productor es aun el poseedor de sus productos. Una sociedad de productores privados independientes.
Estamos, en consecuencia, en el límite del derecho de propiedad privada. O, si se quiere, en el límite con la circulación: individuo, voluntad y apropiación.
Pero esto no surge por la voluntad divina sino por la voluntad humana: la caída. Dios sólo ha provisto los bienes, los hombres han elegido voluntariamente poseer privadamente.
Los bienes que proveyó el Señor son los frutos de la tierra y el mar, los bienes a los que nos acercamos son los del resultado de la penitencia del trabajo, los productos. Son los productos de la industria humana los que ya están distribuidos, que no son de uso común ni de facto, que sólo son apropiables si no tienen dueño.
Estamos dejando atrás la sociedad donde la tierra era extensión de la vida humana, sus frutos, parte de ella, para pasar a una sociedad en que ésta se le opone como algo objetivo, como un excedente, al decir de Marx. Un excedente ya distribuido que, por ello, se opone a todos los demás. Frutos excedentes de la agricultura y de la manufactura.    
Pero lo propio de una persona o comunidad, dice Ockham siguiendo a su amigo Cesena, es lo que puede ser “reclamado contra otros incluso ante los tribunales”. Esta es la propiedad privada, la que se puede ejercer contra todos.
Dice Guillermo que, aunque cuando cada uno afirma su propiedad sobre éstos o aquéllos bienes, el conflicto espera a la puerta, no es una realidad propiamente negativa, no es mal ni es pecado, aunque haya nacido en ocasión del pecado. “Es la naturaleza racional la que dicta como oportuna para el hombre pecador la posesión de bienes” porque es “criatura de Dios”, la capacidad dada al hombre para guiar adecuadamente su vida. Por ello se puede renunciar a ella, pero nadie está obligado a hacerlo. La propiedad no es mala de por sí porque no causada por el pecado original, sino en ocasión de éste, por la capacidad racional de responder a las nuevas circunstancias. Por eso la propiedad aunque no sea originaria, creada por Dios, es legítima. Y, por eso, puede defenderse en los tribunales. La distribución queda así acorazada por el poder temporal de los jueces.
La propiedad se convierte así en un derecho del hombre, un derecho del sujeto, un derecho individual. El dominio creado por Dios para los hombres sobre las cosas se ha transformado en el derecho del hombre a la propiedad privada de la que se puede disponer libremente. Quedan así consagrados los presupuestos del mercado.
Los hombres quedan jurídicamente listos para la contractualidad mercantil, los productos como objetos que objetivan el trabajo y adquieren una cualidad distinta a la de ser usados como consumo inmediato. Podrán también ser vendidos.


La bolsa.

Pero para que haya mercado es necesario que el dinero no sea tesoro. Teológicamente, Ockham, asesor de Luis IV de Baviera y pragmático, resuelve el problema de la propiedad de la bolsa de los apóstoles. Es decir el papel instrumental de la moneda.  
Del evangelio de Juan surge que los apóstoles tenían una bolsa común para comprar alimentos o repartirla entre los pobres.
La cuestión planteada es la de la propiedad de la bolsa. Jesús no podía ser porque careció de todo dominio temporal y preceptuó a sus apóstoles, según Mateo, que no tuvieran dinero.
Ockham dice, si la bolsa era común, se plantea la cuestión de que sería también de Cristo como propiedad común. Pero ese dinero era común en un sentido tan amplio que incluye a todos los creyentes, en particular a los pobres a los que estaba destinado. La bolsa pertenecía a todos “con la potestad lícita de usarla para mitigar las necesidades”.
El dominio o propiedad sobre aquél dinero era de todos los creyentes, incluido Jesús, pero no era una posesión libre y plena, sino que sólo permitía la reclamación. Hay, dice, dos tipos de dominio: el civil o mundano que permite reivindicar los bienes y disponer de ellos libremente, y otro que consiste simplemente en reclamarlos en juicio. Los primeros discípulos no tenían el poder de disponer de los bienes libremente, sólo estaban destinados a, aun comprando, subvenir a sus necesidades o la de los pobres.
Esto conduce a distinguir la propiedad y el uso de hecho, para el que la propiedad es superflua. De este modo queda a salvo la pobreza de Cristo y sus apóstoles y la de los franciscanos.
Lo importante del dinero no es pues su propiedad sino su uso. Es que no se trata del mismo ni para el derroche en lo superfluo o inútil, creando solicitudes terrenales, pero tampoco para quedar en estado de tesoro. Es para comprar lo necesario para satisfacer necesidades. Un instrumento, un medio de pago. Un medio de circulación de los bienes. De bienes muebles, que así lo son los frutos y productos excedentes.   
Pero también distingue en el uso, el destinado a sobrevivir y el que acompaña al de la libre disposición, el del dominio civil, es decir, jurídico. De este modo el dinero queda liberado para cualquier destino, para cualquier consumo, que exceda la sobrevivencia.
Para los franciscanos queda el uso de hecho, pues no proviene de ser propietarios, el uso de lo no superfluo, es decir lo que subvenga las necesidades vitales, que es lícito tomar a todos en caso de estado de necesidad: la obligación de no atentar contra la propia vida que Dios provee. Se le agregan las cosas necesarias para su ministerio: libros de oración y estudio, utensilios litúrgicos, capillas y monasterios o lo que era obtenido por mendicidad, aunque no fuera de consumo inmediato. Es decir, las cosas que por sacras, están fuera del comercio. La propiedad de ellos puede ser de la Iglesia o de los donantes. Esto es bueno para la perfección evangélica a que aspiran los frailes, los aleja de las solicitudes temporales facilitando su espiritualidad. Por ello es bueno que la Iglesia defienda sus bienes, porque el voto de pobreza “era entre las obras exteriores la que más podía atraer a los infieles a la fe”.
Pero la perfección es un camino que admite distintos grados. Así como no conviene que toda la Iglesia, la comunidad de fieles, haga voto de castidad, aunque sí algún grupo dentro de ella, también conviene que algún grupo renuncie a la posesión de bienes aunque no convenga a toda la comunidad. Porque alguno ha de tener la potestad de defender los bienes que los frailes usan para su misterio. De donde la propiedad no repugna en esencia a lo espiritual: los bienes pueden pertenecer a los clérigos de la Iglesia, al clero secular, al papa y los obispos. Y así, naturalmente, a cualquiera. Los bienes habrán, entonces, de cuidarse “con aquel cuidado que proviene de la (sana) inteligencia, el trabajo y la responsabilidad, dependiendo del oficio de cada uno, pudiendo ser preciso aumentar el cuidado de los bienes”.
Como vemos, este trabajo ya no es el trabajo-castigo de obtener los frutos de la tierra o las aguas, sino el trabajo responsable dependiente del oficio, que es preciso realizar para cuidar los bienes.  El trabajo queda así vinculado a la propiedad personal o privada, cerrándose el círculo.   
   
Este discurso puede leerse como una sofisticación de la hipocresía y el cinismo en la defensa de los franciscanos dados a la buena vida conventual. En realidad, en el marco de la lucha de la iglesia romana del siglo XIV por el poder temporal, como lo fue. Yo preferí recortar el asunto a la concepción de la propiedad privada contractual, como la emergencia de los bienes muebles, productos del trabajo, como bienes que asomaban como fundamentales. Ello para abonar la afirmación de que el carácter de los bienes condiciona el modo de apropiación, en el caso, contractual, y ésta determina la forma de propiedad, en este caso, la jurídica privada. Por contraposición a la propiedad-soberanía de la tierra, de los feudos y señoríos, y a la a-legal, anómica, de los bienes incorpóreos actuales.


Destino del “usus facti”.

Creo que nuestro ya conocido usus facti de la pobreza franciscana, que Juan XXII quería hacer jurídico y que Ockham reservaba para la sobrevivencia y predicación de los frailes, ha devenido dominante como forma de ejercicio de la “propiedad”. La propiedad sobre los resultados esperados, los beneficios inciertos, de la combinación de negocios, me parece que no es más que un uso de hecho. Es decir, no regulado, puro factum,  ya que no es relevante su forma jurídica, absolutamente lábil, anómica. A ese hecho, que es un uso, se sujetan las formas jurídicas, entre ellas la clásica propiedad privada anunciada en el siglo XIV por Ockham.
El consumo ha pasado a ser un modo de apropiación, jurídico, como lo pretendía el papa.
Pero no se trata ya de desposesión del uso común, como denuncia Agamben, sino de una posesión abstracta del capital financiero construido sobre la base de bienes intangibles. Bienes intangibles que ya no se consumen con el uso, precisamente, por su carácter incorpóreo. 
El uso de los bienes incorpóreos no consume la cosa. Las cosas a que se refería Juan XXII eran cosas corpóreas, los huevos y las sopas de los franciscanos. Allí no se podía separar la propiedad del uso, porque el uso agotaba la cosa y, entonces, agotar la cosa de la que no se es propietario, no es justo ni lícito.

Si a este uso de hecho que hace de los bienes el capital financiero le queremos llamar propiedad, no le podríamos llamar privada en el sentido de personal, individual. Podríamos llamarle común pero en un sentido abstracto, tan abstracto que es más que anónimo, puesto que el poder de disposición existe y es político, en el sentido que afecta la conducta de grandes masas de personas. Pero aun así la denominación de propiedad debería ser “propiedad de hecho”, lo cual es una contradicción en sus términos, puesto que ya la propiedad no sería un derecho.

La pobreza evangélica generó, paradójicamente, una construcción jurídico-teológica, un anticipo de la ideología de la propiedad privada moderna. Pero, al mismo tiempo, el “paradigma”, en términos de Agamben, de la actual forma de dominación del capital.
  


Edgardo Logiudice
Julio 2010

No hay comentarios:

Publicar un comentario