domingo, 16 de junio de 2013

La representación.

La representación, como forma política nace con los estados modernos unificados con un centro de decisión. El arbitrio es el medio que tienen los centros rurales para participar a pesar de las distancias espaciales. La representación es un medio y una mediación.
No lo es el voto, como no lo es en ninguna asamblea. El número sólo hace manifiesta directamente la cantidad de voluntades en algún sentido, como si el resultado conformara una voluntad común, que de esa manera se personifica. Este es un presupuesto de las democracias modernas.
Pero el arbitrio de la representación supone la existencia previa de una persona, la nación, el pueblo. La persona, que en la democracia directa era un resultado, en la democracia representativa electoral, aparece como un presupuesto supuesto, una ilusión de comunidad.
Comunidad de individuos libres, es decir que manifiestan y a través del sufragio ejercen su voluntad, e iguales ya que cada individuos equivale a un voto.
El individuo libre e igual es el individuo que contrata, que intercambia, cuyo modelo es el comerciante en el mercado. La matriz mercantil soporta al individuo libre e igual. Y la matriz mercantil es la matriz del capitalismo. El supuesto del salario es la libertad y la igualdad en el mercado del trabajo.
La incorporación a la producción a través del salario genera individuos ideológicamente libres e iguales, ciudadanos modernos. Como tales demandan sufragar. La primer gran lucha política fue el sufragio. El capitalismo industrial generó ciudadanos, a pesar suyo, para incluirlos como productores a través del salario.
Pero ciudadanos mediados por la representación, no fundada ahora en la distancia sino en la imposibilidad de la deliberación del gran número.
La participación significó, significa, la aceptación del supuesto de la pertenencia común al Estado, es decir a la forma en que se organiza un mercado, sobre bases geográficas e históricas, como una unidad.
Esta es la forma de legitimación por excelencia del Estado y de los gobiernos.

¿Qué sucede cuando el modo de apropiación del trabajo por medio del salario, el modo de producción capitalista industrial no es ya hegemónico?
¿Qué sucede con la ciudadanía, el Estado, la legitimación?
Para comenzar. La exclusión de grandes masas desposeídas a través de las migraciones genera no-ciudadanos, sin-papeles. No venden su fuerza de trabajo, no compran sus condiciones de vida, no votan.
El ciudadano no interesa como trabajador sino como cliente, como comprador. El lugar de nacimiento o la sangre fueron los presupuestos de la nacionalidad clásicos. La pertenencia a una nación como Estado. Desde hace tiempo para obtener la residencia -en Argentina en algún momento con migrantes asiáticos- fue necesario acreditar ya no la existencia de algún trabajo sino la tenencia de una suma de dinero. El dinero sirve para comprar. Ya en algunos países como España, México y Grecia, la compra de algún inmueble más o menos valiosos otorga la residencia para obtener la nacionalidad. Estamos frente a algo así como el ciudadano-cliente que sustituye al ciudadano-siervo.
De este modo la nacionalidad como historia,  tradición, lengua, que es el presupuesto de pertenencia a una comunidad del Estado moderno, pierde su sustento ideológico. El Estado va perdiendo su ilusión de comunidad para transformar a sus habitantes en una clientela. Y la misma nación se convierte en una marca de mercado.
Con lo cual el Estado va perdiendo su carácter de persona trascendente a la que se atribuye una voluntad general o común. El Estado no aparece más que como una organización administrativa y los gobiernos como sus gerentes, sus gestores. Gestores de la acción del gobierno, ya no mandatarios del pueblo[1].
Con ello se diluye la representación como legitimación. La legitimación apunta para el lado de la eficacia y eficiencia en la gestión. Experiencia y halo de idoneidad son propuestos como capacidades de liderazgo antes que de representación.  De allí la preeminencia de los ejecutivos sobre los legislativos.
El distanciamiento de los llamados representantes de sus representados no es sólo la denominada  crisis de representatividad, sino que la representación no es ya legitimadora.
Si la representación significaba la mediación necesaria para la apariencia de democracia, su debilitamiento erosiona la credibilidad en la propia democracia. Decrece la participación electoral donde el voto ya no es obligatorio.
La prescindibilidad  de la representación como legitimación acentúa el carácter de la personalidad de los candidatos, sus atributos reales o imaginarios, su imagen. Lo que convierte a los candidatos en tránsfugas partidarios y a los partidos en simples empresas de publicidad.
El electorado pasa a ser así, sin la ilusión de la representación de sus intereses y demandas, el elector de una marca, de un logo. Una imagen, una evocación difusa que no alcanza a ser siquiera un mito de los orígenes. Cumpliendo la función aun necesaria del trámite jurídico.
El voto, sin la mediación ideológica de la representación, queda reducido a su simple función numérica, como una abstracción.
La mediación de la representación es lo que da sentido al sintagma democracia-representativa-electoral,  su sentido legitimador del Estado-nación como unidad ideal de los nacionales. Su deterioro ha desarticulado sus términos. Por ello es que el discurso democrático apela sólo al número y el número parece legitimar cualquier decisión.
Es que el ciudadano no necesita ser incluido, para el capitalismo financiero es suficiente su capacidad de deuda sobre la que se alza el edificio de las finanzas que garantiza las ganancias. El papel del Estado es el de ayudar a cobrar esas deudas.
No me parece otra cosa ese pretendido nuevo intervencionismo estatal. No otra cosa han hecho los gobiernos de Estados Unidos, Inglaterra, España, Grecia, Irlanda.
No parece casual que la mayor cantidad de decisiones estatales se refieran a cuestiones fiscales en casi todos los países del mundo de que tenemos noticias. Allí está la función recaudadora de los Estados directamente vinculada a los avatares del capital financiero.

Por supuesto que esto que vengo diciendo no es más que un esquema en forma de hipótesis. No se me escapa que hay fenómenos sociales, culturales, religiosos y políticos que no pueden ser resueltos directamente por este esquema. Pero creo que no es arbitrario como punto de vista para apreciar las transformaciones de los mecanismos político-institucionales  de dominación. Sobre todo a la hora de decidir conductas colectivas.

Edgardo Logiudice
Junio 2013.





[1] La preeminencia de los Ejecutivos sobre el Parlamento está reforzada por un movimiento de separación de la política de la administración. De este modo se crea la figura del Alto Directivo Público. Tiene su origen en Nueva Zelandia y funciona allí y en Australia. Se trata de la selección por concursos de funcionarios de nivel ministerial, como si sus decisiones no fuesen políticas. En América Latina ha sido adoptado por Chile y en Uruguay fue propuesto por Tabaré. Para otros niveles de decisión ha sido adoptado por algunos países de la OCDE. En Nueva Zelandia ni siquiera es necesaria la nacionalidad para ocupar el cargo.

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