El 7 de octubre se reunieron los ministros de finanzas
del G20.
Avisaron que crecen los riesgos económicos globales.
Les preocupa el Brexit, la vulnerabilidad de los
mercados financieros, la megadeuda y la desaceleración de China y la retórica populista de Trump.
Los voceros de los poderosos están muy asustados. Amedrentados.
Los poderosos se aterrorizan cuando pierden el control
de la gobernabilidad. Cuando pierden el control de los perdedores.
Después de haber fomentado la especulación financiera,
primero a la sombra de los bancos y luego a cara descubierta, sus turbios
negocios a-legales e ilegales que dejaron el tendal de desamparados, la
desigualdad más siniestra y no habiendo ya donde invertir con mínimas seguridades, chillan por la
transparencia.
Después de haber generado el consumismo de ganadores
que servía de base para apalancar la venta de presuntas ganancias futuras, con
futuros y derivados alejados de la producción, ascendiendo al grado de clases
medias a sencillos laburantes, cuando éstos quedan fuera de juego porque los
cambios tecnológicos y los ajustes fiscales así lo disponen, ahora les
reprochan que oigan los cantos de sirena de la retórica populista.
Y, ahora, genios politólogos, apólogos de la
democracia representativa electoral, se preguntan si es útil consultar a los
pueblos. Después del Brexit y la paz de Colombia.
Ahora, después que la farsa representativa mostró su
desnudez con el show chabacano, pornográfico y maloliente del “debate”
Hillary-Trump, basculando sobre el terrorismo de su terror.
Los grandes economistas descubren ahora que los
problemas de la deuda frenan la economía y que la “inversión” financiera
acentúa la tendencia a la concentración de la riqueza agravando la caída de la
demanda, ensanchando cada vez más la desigualdad que, sin espejitos de colores,
deja al desnudo la pobreza. Los perdedores que se les disparan hacia cualquier
lado.
Ahora reniegan todos ellos de la financiarización, después
de haber aplaudido los salvatajes a los bancos en la crisis financiera del
2008, que no fue otra cosa que socializar sus pérdidas. Salvataje, decían,
porque era una situación excepcional, ignorando lo que había advertido uno de
ellos, pero más lúcido: las crisis nacen del funcionamiento del sistema. Hyman
Minsky, de la Universidad de Chicago, no un marxista de la Universidad de
París.
Los dominantes y sus criados están desorientados.
Llegan hasta a abjurar de los tratados de libre comercio.
Creyeron que con un poco de pan, o comida chatarra, y
algo de circo, o industria del entretenimiento, las deudas de la pirámide de Ponzi
podían ser eternas. Que con ello el Imperio de la lex mercatoria en las finanzas estaba asegurado y consecuentemente
el de los emperadores de la tecno-idiotocracia.
Y se encontraron con lo que generaron, un país con
muchos blancos rubios empobrecidos y embrutecidos. Que están optando por el post-fascismo,
como dice Traverso a falta de un neologismo más adecuado.
No les queda más recurso que transferirles su propio
terror para que orienten su bronca peleando entre iguales, como gladiadores,
para regocijo y entretenimiento de los poderosos. Y el resto de la plebe, a los
leones.
Confiaron que la Ley de Moore, una forma de la teoría del derrame, la estrategia de la
obsolescencia programada, seguiría siendo la base de la titularización y su
conversión en dinero de las expectativas de ganancias. Y de paso la
amortización anticipada de los costos brindaría bienes para seguir fomentando
la ilusión de clase media.
La propia revolución tecnológica, con la sola mirada
del tecnócrata idiotizado por el crecimiento indiscriminado de los PBI guiado
por los beneficios financieros a cualquier costo, se encargó de generar la
expulsión de los obreros industriales. Sin red de seguridad, merced a la
robotización. Ahí quedaron los blancos y rubios vueltos de golpe indigentes,
viviendo –en el mejor de los casos- en lo que los yanquis llaman caravanas, es
decir casillas rodantes.
Para peor la libertad de circulación de capitales puso
de moda los Tratados de Libre Comercio y se abrieron las puertas de la de la
Organización Mundial del Comercio a la, en ese momento, mano de obra esclava de
China.
Los hogares de bajos ingresos, con esos productos más
baratos, parecían beneficiarse con mejores precios, ayudados además por el
endeudamiento de hogares. Claro es que, al mismo tiempo, la entrada de esos
productos importados drenó la producción y creció el desempleo que la mísera
asistencia no pudo paliar.
Ahora –dice un artículo de Peter S. Goodman en The New York Times- “La nominada
demócrata, Hillary Clinton, ha dado un giro de 180 grados al oponerse al enorme
pacto de libre comercio que abarca la Cuenca del Pacífico que apoyó siendo
Secretaria de Estado”.
Y en la misma nota cita a Chad P. Bown, experto en
comercio del Instituto Peterson para Economía Internacional en Washington: “Los
debates que estamos teniendo sobre la globalización y el costo de ajuste son
conversaciones que debimos haber tenido cuando pactamos el TLCAN, y cuando
China entró en la OMC”. (El TLCAN es el tratado de libre comercio de Norte
América, conocido como el NAFTA).
Tarde piaste. Los perdedores no saben de macroeconomía.
Ahora los aprendices de brujos del G20 reunidos en
Washington, reunión a la que asistió el ministro Prat Gay, preocupado porque en
la volatilidad de los mercados financieros el ceomacrismo no alcanza a hacer
pie, están aterrorizados.
Pero no están asustados por una revolución social –que
según una mala tradición cree a pie juntillas- seguiría a esta crisis que, en
una economía hegemonizada por el capital financiero, la abarca a toda y en todo
el globo. Están asustados porque los caballos se les desboquen, se hagan in
controlables y, con ello, se desvaloricen todos sus activos, los financieros y los
otros.
Ellos están asustados por los resultados de lo que
hicieron. Nosotros no supimos y no sabemos ni medianamente bien que es lo que
hay que hacer, salvo, naturalmente, resistir.
Edgardo Logiudice
Octubre 2016.